martes, 23 de febrero de 2010

El espectro de la villa

Mi pasión por la fotografía me llevó como hipnotizado hacia esa villa, uno de los pocos cascos de estancia de La Banda que aún subsistía en pie. Un compañero de estudios me había prestado su cámara, una Canon de última generación, que valía quién sabe cuántos sueldos míos de administrativo, con los que costeaba mi formación.
En ese lugar ya habíamos hecho algunas fotografías para un trabajo práctico de la universidad y debo confesar que esa casona derruida ejercía un magnetismo sobre mí desde entonces. En sueños caminaba por el interior de esa casa. Mi padre había estado allí en su juventud, porque fue compañero de un hijo de los propietarios, y me había contado que era hermosa: recordaba que me mencionó un living enorme sobre el que flotaba una araña magnífica y una enorme escalera que daba hacia los dormitorios en la planta alta.
Hoy, lejos de ese resplandor pasado, la entrada principal lucia cubierta de malezas y al abrirme paso quedé estupefacto al descubrir un borracho que dormía tirado en el suelo. Le saqué una foto y ni siquiera se mosqueó. Continué hacia la extravagante construcción, que tenía dos alas y una torre que servía de observatorio, cubiertas de musgo y de olvido. Las paredes estaban sucias con escritos y olían a orín. Avancé por las escalinatas de la entrada y adentro se abrió un enorme salón. Entonces creí oír un vals lejano, como un eco entre las paredes desnudas. “Vals triste”, de Sibelius, se me ocurrió.
Sacudí la cabeza y continué. Mis pisadas crujían en un piso cubierto de polvillo y restos putrefactos de hojas, que arrojaban al aire un aroma a muerte. Hacía mucho calor. Subí por unas escaleras y llegué a un borde donde debió derrumbarse parte del techo. Era un lugar peligroso porque cada pisada hacía vibrar la antiquísima estructura. Saqué unas fotos de la luz que entraba por las ventanas y jugaba con las penumbras. Había un baño enorme, con revestimiento lujoso y con caños de plomo que asomaban y que alguna vez terminaron en piezas de bronce, despojadas por el vandalismo. Me senté en el dintel de una ventana… extasiado por tanta belleza muerta… Recordé que en esa casa se decía que vivió un jerarca nazi, que tenía experimentos espeluznantes con animales en el sótano y se creía que se refugió en Argentina para evitar los juicios por atrocidades en los campos de concentración. Una especie de remolino interrumpió mis pensamientos al ingresar por una ventana: después de levantar una nube de polvillo me rodeó y creí escuchar el susurro de una voz. Era incomprensible lo que decía. Me causó escalofríos. Tomé la cámara como un reflejo y me preparé para lo desconocido. Me encontraba en lo que debió ser una recámara y las únicas luces que ingresaban por las ventanas develaban el polvillo en suspensión, que volvía a asentarse… en medio de un silencio sepulcral. Me quedé un rato esperando… hasta que creí ver una silueta en el umbral de la habitación… era una mujer, que desapareció escaleras abajo, como un destello blanco. La seguí sintiendo cómo temblaba el suelo bajo mis pies, en esa construcción de fines del Siglo XIX. Bajé las escaleras y creí percibir un perfume que me extasió. Salí de la casa y la arboleda se mecía por un fresco viento que hacía más agradable aquella calurosa siesta. No había signos de vida. Sólo el molino derruido crujía movido por el viento. Me senté en las escalinatas de la casa, confundido, y fue entonces cuando escuché el canto… en un idioma incomprensible. Se me puso la piel de gallina… era la voz de una mujer… tarareando una canción cuyo lengua desconocía. Tal vez un dialecto sajón, se me ocurrió. Provenía de la arboleda cercana al molino. Caminé hacia allí, siempre con la cámara preparada y vi que había una especie de piletón elevado, con sus bordes recubiertos de manchas negras de moho. Recordé las viejas leyendas, que decían que la esposa del médico que vivió en esa casona acostumbraba a bañarse desnuda en un una pileta y eso generaba el comentario escandalizado entre la puritana sociedad bandeña de mediados del Siglo XX. Subí los escalones y allí estaba ella, completamente desnuda, nadando suavemente en agua cristalina. Me vio e interrumpió su cántico indescifrable. En su mirada había ansiedad y temor. Como hipnotizado comencé a bajar las escaleras mientras sentía el agua tibia, olvidándome de los costosos equipos arruinados. Solamente se escuchaba el rumor del aire en movimiento, sacudiendo la añosa arboleda. El agua me llegaba al cuello y caminé dificultosamente hasta ella, viendo sólo su rostro recortado contra el ras del agua. Sus ojos eran de un color indefinible, una mezcla de verde y azulado; sus labios estaban pálidos y trémulos y su cabellera era rubia y larga. Avancé hacia ella pero no alcancé a decir nada… di un paso más y me hundí en la oscuridad del agua cenagosa, en un declive del piletón. Recordé entonces que no sabía nadar. Ella también se sumergió conmigo y me tocó el rostro… entonces lo vi todo… esa mujer, era la esposa del médico nazi que vivió 50 años atrás en esa villa. Ella nunca se había ido… él supo que ella tenía un amante entre los peones, que la visitaba cuando él se reunía con sus amigos alemanes que construían el dique Los Quiroga. Por eso la mató con su Luger Parabellum y la enterró. Huyó esa misma noche sin dejar rastros, por lo que muchos creyeron que escapaba de los cazadores de nazis.
Todo eso entendí con el último hálito de vida, mientras me hundía en la cenagosa profundidad.
No recuerdo nada más. No sé qué misteriosa casualidad hizo que el borracho despertara, escuchara mis gritos y me rescatara del agua pútrida. Le debo la vida y algún día debería agradecérselo. Lo cierto es que fui yo quien anónimamente llamó a la policía para informar que excavaran en el fondo de la pileta y así pudieran encontrar restos óseos de una mujer muerta a balazos hace cincuenta años, noticia que causó revuelo en los diarios por algunas semanas. La causa se cerró sin que se pudiera identificar al culpable. Pero yo sé quién fue. Pero eso no me preocupa ya, porque sé que no volveré a estar solo: el fantasma de esa mujer me acompañará hasta el fin de mis días. Tan seguro estoy de eso como de que ahora mismo está aquí, a mi lado, con su gélida presencia, husmeando sin entender las palabras que escribo en la pantalla.