sábado, 6 de noviembre de 2010

Nadie escuchará tus gritos en el monte

La camioneta destartalada de la policía llegó haciendo ruido hasta el frente de la casita, en medio del campo desierto y los uniformados que bajaron se encontraron con una escena que nunca olvidarían: “Pasen, Florencio está adentro”, dijo Renata, sentada bajo el alero, señalando con su mano hacia el interior de la humilde vivienda. Entraron y espantados encontraron a un hombre con una enorme herida en el cuello, como una grotesca segunda boca que sonreía. En la misma habitación, sus tres hijos dormían en otras camas, ajenos al drama. Por detrás entró la madre de la mujer y quedó muda ante el cuadro. La pieza estaba recién baldeada y todo lucía ordenado, salvo la cama matrimonial, donde una mancha roja había florecido debajo del cuerpo tieso.
Renata se dejó llevar mansamente por los policías: la introdujeron en el móvil, en cuya caja colocaron el cuerpo de su marido, tapado con unas colchas, y partieron rumbo al destacamento. Su madre quedó con los chicos, mientras la mañana se volvía agreste por el viento Norte de agosto. Tanto polvo en suspensión había que daba un tono amarillento a las cosas y volvía el aire irrespirable.
Un policía mal dormido le tomó declaración en una vieja y ruidosa Lettera, con brazos que se atascaban al golpetear la hoja oficio, retardando la operación una eternidad. Renata contó con su débil voz lo que la llevó a matar a su hombre. Contó cuando lo conoció, en su pueblo, cuando veía a Florencio trabajar como jornalero y ella no podía dejar de pensar en él. El baile del santo del lugar, la primera cita y una vertiginosa relación que la llevó a dejar su familia e ir a vivir con él, cuando lo designaron cuidador de un campo. Comenzaron a llegar los hijos. En las fotos con el último vástago, se la veía a ella feliz, pero él tenía un rostro desfigurado por la rabia. Es que había comenzado a tener celos de todo y de todos, pese a que vivían en un desolado paraje, a 8 kilómetros de la casa más cercana. La última vez que fueron a una fiesta, como él se negaba a bailar y estaba ebrio, ella salió a la pista con un primo. Florencio la sacó a empujones y se subió al caballo y la hizo caminar hasta la casa, golpeándola con el rebenque. Las golpizas se habían vuelto diarias, delante de los hijos y por cualquier motivo.
Esa noche no fue la excepción. Le dio varios puñetazos porque la comida no le había gustado y sus hijos presenciaron la escena. Le dijo que la mataría en dormida a ella y a sus hijos, que creía engendrados por otro, que tuviera cuidado. Y siguió bebiendo. Renata calmó a sus hijos y los hizo dormir. Luego se fue a la cama y al rato, él también se acostó. Comenzó a manosearla y, pese a su resistencia, la violó. Con repulsión, sintió el cuerpo del otro mientras la invadía, asqueada por una mezcla de hedores a transpiración, vino y cigarrillo. Miró al techo hasta que cesaron los espasmos. Se lo sacó de encima como pudo, mientras Florencio roncaba desmayado, después del orgasmo. Aterrorizada escuchó en su cabeza una y otra vez la advertencia de muerte que le hizo a ella y sus hijos. Se levantó sigilosamente y fue descalza hasta la cocina, conteniendo la respiración: tomó el cuchillo de carnicero de la mesa y volvió a la cama. Lo miró por última vez, con su rostro contraído por la furia, aún en dormido. Luego lo tomó de los cabellos y le cortó la garganta, como lo hacía con los animales que carneaba para alimentar a su familia. Escuchó un gorgoteo mientras la carne se rasgaba con un ruido a cartón, un ronco grito ahogado, estertores, y después corrió hacia fuera de la casa. Cerró la puerta tras de sí y se apoyó con todo el peso de una mujer de 1.80 metros y más de cien kilos. Temblaba porque esperaba que él la persiguiera para cumplir su palabra. Intentó escuchar apoyando el oído a la madera, pero no se percibía nada. Le palpitaban las sienes, estaba agitada, pero aún así se asomó a una ventana y miró hacia la cama y vio el cuerpo exánime. Pasaron minutos interminables hasta que tomó coraje y entró. Florencio yacía tendido, y la sangre no paraba de manar de su garganta abierta. Por suerte sus hijos no se habían despertado. Los forenses dirían que Florencio murió casi sin darse cuenta en los sopores que siguen al sexo, como si se desenchufara el cerebro del cuerpo.
Renata decidió limpiar la escena del crimen, no para ocultar pruebas, sino para que no estuviera desarreglada cuando llegara la policía y para que sus hijos no vieran la escena. Hasta el cuchillo lavó y lo colocó en la alacena. Se vistió y caminó 8 kilómetros, que incluían cruzar el río Dulce a pie, hasta la casa de su madre que tenía teléfono celular para comunicarse con el destacamento policial, aún más alejado. Luego regresó y puso el calentador en el brasero y se preparó mate cocido, hasta que llegaran a apresarla.
Frente al juez de la capital, contó en detalle los cinco años que vivió con Florencio y cómo todo cambió desde el nacimiento de su primera hija. Recordó que durante un tiempo compartieron la casa con otro matrimonio al que Florencio propuso intercambiar mujeres para tener sexo. Su compañero se fue pronto porque temía que violara a su mujer cuando él no estaba en su hogar. Les aseguró que cuando bebía, también obligaba a sus hijos a tomar y disfrutaba con sadismo ver a las criaturas ebrias. También detalló las golpizas y ante la mirada sorprendida del juez, la fiscal, el instructor y su propia abogada defensora, se subió la polera y les mostró su pecho desnudo con las marcas de latigazos y hasta de una hebilla perfectamente delineada en la carne castigada. Agregó que en medio de aquella soledad del monte, no podía denunciar el calvario que soportaba y que temía que él la matara a ella y sus hijos. Su padecimiento era conocido en el pueblo, donde la llamaban “la esclava”. Pero las sorpresas no terminaron allí: les dijo que aún amaba a su esposo muerto, a pesar de todo. El juez reconoció que no se trataba de un caso usual y la procesó por homicidio en estado de emoción violenta, lo que permitió que recuperara la libertad y volviera a su casa, con sus dos hijos. En los diarios de aquellos días se la vio sonriente, levantando sus pulgares, cuando era llevada al juzgado para ser notificada de su excarcelación.