martes, 28 de junio de 2011

La Parda Antonia

Los pies descalzos de la “Parda Antonia” no hacían ruido en la espesura. Atardecía y el ramaje reseco de los árboles amenazaba con desgarrar el cielo. La mulata de 26 años estaba intranquila al presentir el acecho de algo funesto. Encendió un fuego en una hondonada oculta por el follaje en la ribera del río Dulce, donde las esclavas lavaban la ropa propia y la de los señores del centro de la aldea llamada Santiago del Estero, en el año del Señor 1725. Inició un ritual mágico, con invocaciones secretas en bantú, lengua hablada en la tierra de sus ancestros africanos. Arrojó a las llamas extraños polvillos e hierbas, que desprendieron humo de caprichosas formas en las que podía entrever el porvenir, como aprendió de su madre, y ésta de la suya, como parte de una tradición de secretos transmitidos entre generaciones. Esta vez, lo que atisbó en el humo la horrorizó y apagó rápidamente el fuego con tierra.
Volvió a su rancho con paso sonámbulo. Sus tres hijos ya dormían y los abrazó con lágrimas en los ojos. A la mañana siguiente retomó sus quehaceres maquinalmente. Cerca del mediodía, cuando llegaba a su rancho con cacharros llenos de agua del río, se topó con tres alguaciles a caballo que la esperaban. Los guardianes barbudos acariciaron sus crucifijos y sus espadas al verla. Uno de ellos le dijo con voz seca que por orden del cabildo debían llevársela prendida, acusada de hechicerías y encantamientos que habían provocado muertes. Sus hijos se quedaron llorando a gritos mientras se la llevaban a la fuerza: ella sabía que esa sería la última vez que los vería. Los espíritus se lo habían mostrado la noche anterior.
Encerrada en la lóbrega celda del ayuntamiento parecía un pájaro herido, acurrucada contra la pared de adobe, tiritando con el frío de la madrugada, susurrando las cancioncillas con las que acunaba a sus hijos. Al día siguiente los alguaciles la llevaron ante un tribunal que le informó que estaba acusada de haber aniquilado con sus maleficios a los sacerdotes de las órdenes franciscana, mercedaria y dominica, como agente del Mal, adoradora de Satanás. Los guardianes de la justicia divina le recordaron que no medró en su accionar diabólico a pesar del escarmiento dado a su madre y a su hermana, a las que se ejecutó por brujería harto probada y para ejemplo de la población.
Los días siguientes son una continuidad de tormentos que cesan recién cuando sus verdugos están extenuados, después de haberse excitado y gritado al lacerar su cuerpo engrillado con el rebenque o cuando con sadismo la colocaban en el cepo. No hubo piedad para ella. El proceso exigía que se declarara culpable de los delitos contra la Santa Iglesia para tener alguna chance de seguir viva para expiarlos. Si se consideraba inocente insultaría la inteligencia del Santo Oficio de la Inquisición, cuya maquinaria de informantes y delatores ya la había condenado de antemano, y solo merecería la muerte por su insolencia. Oyó de sus torturadores que su alma negra no alcanzó a disimularse bajo su piel cuarterona, fruto de algún pecaminoso ayuntamiento de su madre con algún castizo o indio lascivo.
En los días siguientes le hicieron conocer las pruebas, recolectadas con la infinita paciencia por la burocracia judicial, que se puso en marcha gracias a la denuncia de una honrada mujer que dijo haber asistido a las últimas horas de vida del reverendo del convento de Santo Domingo. Esa testigo, de irreprochable honestidad, aseguró que el sacerdote le reveló antes de morir que había sido hechizado por la mulata por obra del mismo Demonio, para destruir a un ministro de la Iglesia Católica Apostólica Romana. Los repentinos decesos, para la misma época, de otros sacerdotes de otras órdenes, llevarán a los jueces a deducir que se trata de un plan del Maligno para segar a los pastores de Santiago y llevar a la ciudad a su perdición. También desfilaron vecinos que aseguraron haber visto cuando realizaba diabólicas ceremonias en su rancho, con otros mulatos e indios que acudían a verla para que les adivinara el porvenir. O las señoras de la periferia y del centro de la aldea, que la acusaron de haber hecho aparecer un faisán negro, encarnación del Demonio, que les produjo vergonzosas diarreas nocturnas en sus aposentos o que les causó abortos espontáneos. Todo era obra de la Parda Antonia, agente del Mal infiltrado entre la honesta población santiagueña. La evidencia era contundente para el tribunal. La mulata debía expurgar su culpa y ser ejecutada. Antonia miró a sus jueces de sotana y levita con asco, insultándolos, mientras era arrastrada por los guardias. Les gritó que la testigo buscaba vengarse porque su esposo se veía a escondidas con ella y le había dado uno de sus hijos, y que por eso puso en boca del sacerdote moribundo –que en vida también la miraba con deseo– palabras que sabía que la condenarían. El tribunal ordenó al escribiente que no dejara constancia de esas blasfemias en el expediente.
Una mañana la llevaron a la rastra hasta el centro de la plaza pública, en el patio del viejo cabildo de lo que hoy es Libertad y Tucumán, donde el aire se espesaba por las sopas hervidas en calderos, las especias a la venta, la sangre de los animales colgados de ganchos, entre los puestos de los comerciantes plagados de bolsas de arpillera y cajones de encomiendas. A esa hora el gentío se apiñó alrededor de la Parda Antonia, debilitada por la tortura y las semanas de encierro en su húmeda celda. Entre la muchedumbre se encuentran sus hijos para asistir en silencio el final de su madre. El silencio se apoderó de la plaza, mientras un secretario leía la sentencia de muerte por brujería, solo interrumpido por los gritos de la rea en una extraña lengua seguramente diabólica. La sentencia fue cumplida por el verdugo y hubo gritos de algarabía en nombre de Dios y algunos incidentes promovidos por algunos esclavos, que fueron disueltos por los soldados a caballo.
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Casi trescientos años después camino por la avenida Roca y me desvío hacia el parque Aguirre, en terrenos ganados al río, por donde debe haber transcurrido la existencia de la Parda Antonia, en un caserío misérrimo habitado por esclavos y libertos. Una zona bulliciosa y colorida, en la que eran frecuentes las pendencias y donde los alguaciles no se aventuraban sin armas. De la mulata ha sobrevivido solamente su expediente judicial manuscrito en castellano colonial, que repasé en el Archivo Histórico, con un final abierto porque si bien fue condenada por hechicería, nada se informa de los detalles de su ejecución. Puede haber perecido en la hoguera o en el garrote vil (un perverso instrumento que mataba rompiendo el cuello), da lo mismo porque su destino fue trágico. Llego hasta Olaechea, donde los arqueólogos se afanan en una excavación para desentrañar los secretos de la vida en la colonia. Sepultados por el olvido han encontrado los huesos quemados de una mujer joven, enterrada con amuletos africanos. ¿Serán estos los restos de la Parda Antonia, ajusticiada por la Inquisición española? Imposible saberlo, aunque los indicios sean fuertes. Mientras desentierran meticulosamente la osamenta no puedo evitar pensar en ella: la última instancia de la justicia es no olvidar una injusticia.

martes, 22 de marzo de 2011

Un día cualquiera

Un día cualquiera, tu dorada adolescencia se hizo trizas. Una tarde cualquiera, en una mateada de compañeros de secundaria, descubriste el verdadero significado de la palabra “desaparecido”. Y lloraste con ella, cuando te contó que su padre era una cifra de aquel incógnito neologismo. Te diste cuenta que la historia que te contaron era una fábula. Y ese dolor te acercó y se convirtió en amor. Y compartiste la tortura de no saber si su padre volvería, si estaba vivo, si era cierto que lo habían visto por ahí. Y un día cualquiera ella se alejó de vos y la vida te llevó por laberintos impensados. Años después, una tarde de confidencia con tu jefe, te enteraste que mucho antes de ser empresario fue un soldado anónimo, y que la madrugada menos pensada en el cuartel les avisaron que durmieran vestidos, porque esa fría noche "habría acción”. Y que al batallón lo despertó una sirena y medio dormidos los acarrearon en los Unimog al centro y que en la casa del horror, donde torturaban, violaban y mataban a enemigos del régimen, acababan de fusilar a dos, en un simulacro de fuga. No lo podía creer: a uno de ellos lo reconoció, pese a que estaba piel y huesos, destrozado por la metralla en aquel pasillo siniestro. El cabo se dio cuenta y se arrimó para preguntarle con un susurro si lo conocía y él respondió que sí, que fue su compañero de trabajo. El cabo, elevando el tono, le volvió a preguntar si lo conocía, si acaso no entendía o si lo cortaron verde. El conscripto se recuperó de su sorpresa y contestó que jamás en su vida había visto al que ya era un cadáver destrozado. Ese día, que no fue cualquiera, sentiste que te hicieron compartir la pesada carga de una pesadilla. Y buscaste alguien cercano a ella para que le contara la verdad, para que no siguiera buscando inútilmente. Pero el mensaje nunca llegó. Otro día, que tampoco fue cualquiera, cuando por vez primera algunos de los represores fueron condenados por uno de esos muertos del pasillo, te reencontraste con ella y le revelaste aquella historia. Y la mentira se desbarató: a su padre y a su amigo los mataron esa noche, pero sólo hicieron aparecer a uno para cerrar la coartada. Se deshicieron del cuerpo de su padre para hacer creer que existió una fuga y que él logró escaparse: que vive riéndose de todos en el extranjero, con otra identidad. En el momento menos pensado, te abrazaste a ella y los caminos paralelos se unieron por un instante, sólo por un instante.

martes, 15 de febrero de 2011

El altillo

Siempre me negué a creer en fantasmas o fenómenos paranormales, con un escepticismo que quizás se remonta a una formación positivista, como perito criminalístico, en un afán de probar científicamente lo que parece inexplicable para el sentido común. Pero tampoco me considero obcecado como para negar absolutamente la existencia de cosas que están más allá de la lógica y de los límites de la ciencia humana. El hombre no puede caer en la soberbia de afirmar que conoce las cuerdas invisibles que mueven el universo. No soy proclive a creer en los cuentos de viejas y leyendas urbanas, pero lo que pude entrever en un sumario iniciado a raíz de ciertos incidentes en el abandonado hospital pediátrico, que culminó con la desaparición de dos personas, puso en crisis las convicciones que hasta entonces daban orden a mi mundo.
A mis manos llegó un expediente que desató la risa de mi jefe y la negativa de los peritos más antiguos a investigarlo por considerarlo un fraude: Hernan L. y su amigo Miguel A. mantuvieron un contacto por chat y, por alguna razón desconocida, ambos sufrieron severas alteraciones mentales tras ese contacto y aún se ignora el paradero de ambos. Las pruebas documentales en video secuestradas en la investigación permitieron concluir a los psicólogos forenses que los dos hombres sufrieron alucinaciones que derivaron en un trastorno de naturaleza psicótica, disparado por una situación estresante y por tratarse de dos sujetos proclives a la desconexión con la realidad.
La única prueba material que se pudo obtener fueron las conversaciones grabadas con webcam del período del 28 de diciembre, entre las 2.00 y las 4.30 AM y también la grabación en video handycam de L., realizada poco después, en el viejo hospital, donde pareciera haberse desatado la ruptura con la realidad de este último paciente, según los forenses.
Solo en mi oficina, miro esos videos y siento rabia. Tanto esfuerzo por saber lo que pasó parece terminar siempre en un callejón sin salida. En la escena de los hechos no se hallaron rastros significativos que revelen lo que sucedió con los dos amigos, más allá de huellas de sangre en un altillo del edificio, aunque no se encontró ningún cuerpo.
El contexto de la conversación grabada y vía Internet sucede en horas de la madrugada, entre Miguel A., que se desempeñaba como sereno del ex hospital pediátrico y Hernán L., un empleado burocrático.
M.A. - ¿Te conté que aquí espantan de noche?
H.L. – No, dejate de joder… (risas).
M.A. – Es en serio. Si no fuera porque tengo Internet, me enloquecería. Es preferible mantenerse distraído y no ver ni escuchar durante la madrugada, cuando quedo completamente solo.
H.L. - … No sé qué decir. ¿Estás bromeando? Es tarde y no tengo tiempo para eso.
M.A. –Para nada. Vos sabes que aquí hubo muchas tragedias, muchos niños que murieron, demasiado dolor. Eso hasta se siente en las paredes, es como si esa energía negativa impregnara el edificio. En la azotea hay una piecita cerrada con candado y te juro que cada vez que voy de recorrida me invade una sensación de tristeza y abatimiento inexplicable.
H.L. – Bueno, alguna explicación debe haber, durante más de medio siglo allí funcionó un hospital y hubo muchísimas tragedias, algunas de las cuales salieron en los medios, y eso influye en tu imaginación, estimulada por la soledad de un edificio derruido.
M.A. –No es sugestión, es cierto. A veces entreveo sombras que se deslizan por las salas oscuras cuando salgo a hacer ronda. Murmullos ahogados, llantos que me ponen la piel de gallina… Deberías venir una de estas noches a comprobarlo vos mismo.
H.L. –¡Jajaja, no lo creo! Pero sigo pensando que es obra de tu mente afiebrada…
M.A. –Esperá un poco… creo que los escucho ahora. ¿No sientes nada? Para no oírlos uso auriculares y me siento de espaldas a la pared con la computadora portátil, para que no me tomen por sorpresa…
H.L. -¡No me digas! ¡Justo ahora van a aparecer tus fantasmas!
M.A. –Hagamos una cosa, dejo enfocada la cámara hacia la puerta y voy a ver qué hay. Cualquier cosa, vos mismo lo verás.
H.L. – ¡Dale, dale, mandale saludos de mi parte a Gasparín, jajaja!
En la grabación de la webcam de Hernán L. A continuación se ve la silueta de Miguel A. dirigirse hacia la puerta de una gran sala iluminada pobremente, donde años atrás funcionó la terapia intensiva del nosocomio. El guardia desaparece en el rectángulo oscuro y al cabo de unos minutos una pequeña mancha luminosa y blanquecina cruza el pasillo. La luz fluorescente que ilumina el salón titila entonces y prácticamente deja en sombras el lugar.
La silueta de Miguel atraviesa la puerta y se sienta delante de la Pc, visiblemente agitado.
M.A. –¡Decime que lo viste! ¡Pasó por ahí! ¡Lo debes haber visto!
H.L. –La verdad es que vi algo, pero no sé… no sé que era. Calmate, no debe ser nada (la voz denota nerviosismo).
M.A. –(Gritando) ¡Ellos están ahí otra vez! ¡No sé qué quieren de mí! ¿No los escuchas?
Miguel A. se levanta nuevamente sale de la habitación visiblemente alterado. Transcurren unos minutos de grabación en absoluto silencio, hasta que se perciben murmullos incomprensibles de sonido ambiente, que no se pudieron descifrar ni siquiera amplificados digitalmente. Otra vez todo queda callado. Hernán L. comienza a llamar a su amigo, con un tono de voz turbado. Un rato después se divisa una sombra que ingresa por la puerta y se desliza lentamente contra la pared. La pobre luz en el lugar permite ver que se aproxima a la pantalla con el rostro desencajado y la mirada perdida, para luego volver a desaparecer en las penumbras.
-¡Miguel! ¡Miguel! ¿Qué haces?, grita en vano Hernán L.
A continuación, el relato es realizado por Hernán L., quien aquella madrugada tomó un remís desde su casa y se dirigió al hospital, lugar en el que efectuó una grabación con una cámara manual, según se pudo reconstruir en el expediente.
Las primeras imágenes lo muestran atravesando la puerta de ingreso del nosocomio, cuya guardia se encontraba desierta. Se ve un salón iluminado por una mortecina luz fluorescente. Sube unas escaleras con descanso y accede al primer piso. Con el haz del reflector guía sus pasos entre pasillos oscuros, sorteando escombros y basura. Comienza a llamar por su nombre a su amigo, pero el lugar se encuentra en silencio. La cámara capta un zapato de niño, tirado entre los despojos y al recorrer lo que parece ser una sala descubre una pared cubierta de estampitas de santos y un altar desbordado por la cera seca de velas.
-“Esto debió ser la terapia intensiva”, murmura Hernán L., mientras recorre el salón vacío, con paredes descascaradas, cables que cuelgan del techo, esqueletos de camas, colchones viejos y el piso cubierto de fragmentos de cerámicos. Sale a un pasillo y después de ingresar en varias habitaciones encuentra la antigua sala de terapia intensiva, en la que se encuentra la computadora con la que se comunicaba con Miguel. Con su cámara se aproxima a la pantalla y puede ver su propia habitación del otro lado.
-“Me olvidé de apagar la webcam… con tanto apuro. ¡Miguel, adónde carajo estás!”, grita impaciente. Solo el silencio le responde. “El altillo”, musita y agrega “¿por dónde se sube al altillo?”. Sigue vagando por nuevos pasillos oscuros y pasa por un quirófano y lo que parece ser una cocina, completamente abandonados; luego más corredores ruinosos hasta que desemboca en una especie de terraza sumida en la oscuridad. Jadeante avanza hasta encontrar una escalera empotrada a la pared y sube a duras penas, sujetándose con la misma mano que aferra la agarradera de la cámara, lo que provoca imágenes caóticas. Finalmente llega al segundo piso y camina con paso vacilante hacia una habitación sin ventanas y con una sola puerta de chapa. Alrededor, las luces de la ciudad titilan, completamente ajenas a la escena. Hernán manipula la manija, pero recién logra abrirla tras empujarla con la cadera. “¿Qué es esto?”, exclama, mientras recorre el lugar atestado de cajas y viejos aparatos, que apenas se divisan bajo la temblorosa luz del reflector. “¡Que lo parió, justo ahora me vengo a quedar sin luz!”, exclama. Tropieza con los objetos hasta dar en un rincón con una silueta humana, en posición fetal.
-“¡Miguel! ¿Qué te pasó? ¿Qué haces aquí?”, grita mientras enfoca directamente al rostro de su amigo. Su cara parece envejecida, con un rictus de espanto. La luz de la cámara se apaga totalmente.
-“¡Miguel, adónde está la puerta, no veo nada! ¡Se cerró!”, vocifera desesperado Hernán. La cámara parece haber quedado tirada a un costado y solamente registra audio ambiente. Pasan incontables minutos en los que se adivina que el recién llegado trata de encontrar la salida y tropieza con los cacharros.
De pronto rompe su silencio Miguel A. con una voz grave, distinta a la de las grabaciones anteriores: -“Quedate quieto. Ellos ya saben que estás aquí”.
-“¿Qué es esto? ¿Quiénes son ellos?” El otro continúa: “Ellos me mostraron la salida de este mundo. Van y vienen permanentemente. Los atrae el dolor, por eso es que están aquí. ¡Tantos niños han agonizado y muerto en este lugar! Sin ir más lejos, precisamente en este sitio se guardaban los cadáveres, hasta que se los llevaban a la morgue… Por este rincón desolado entran y se alimentan del sufrimiento. No sé quiénes son ellos, ni de dónde vienen. Pienso que nuestras mentes limitadas los llaman fantasmas, aunque en realidad sean habitantes de otras dimensiones. Ahora saben que lo sabemos y no lo van a dejar así nomás”.
-“¡Decime cómo salgo de aquí! ¡Yo vine a ayudarte y ahora estamos encerrados aquí! ¡Dejá de hablar estupideces y ayudame a buscar la salida!”, grita Hernán, al borde del llanto.
“Calmate. Ya no hay nada que podamos hacer. Sólo hay que esperar el fulgor”, sentencia Miguel.
Un silencio asfixiante otra vez, hasta que Hernán comienza a llorar. De repente, estalla un resplandor parecido a un relámpago, al que rápidamente devora la oscuridad.