La vi sentada en un banco de plaza, tan sola, tan quieta, apenas iluminada por luz mortecina de las farolas. Era hermosa y parecía mirar extasiada la Vía Láctea, sumida en sus pensamientos. No pude evitarlo y me senté al costado, tratando de hacer el menor ruido posible, de no turbarla. Ni siquiera me miró.
El calor era agobiante en aquella noche de verano. Se me vino a la memoria aquella canción de cuna de George Gershwin, Summertime:
“One of these mornings (una de estas mañanas)
You're going to rise up singing (vas a subir cantando)
Then you'll spread your wings (entonces abrirás tus alas)
And you'll take to the sky (y te irás al cielo)”
Soñé por un rato con la melodía de aquella melancólica canción. Ella seguía indiferente. Hierática, como si fuese una de esas estatuas vivientes. Ni siquiera percibía su respiración, pese a que los ruidos de la calle se habían aquietado a esa hora de la madrugada. Pero tampoco parecía nerviosa por mi presencia, mi invasión –si se quiere- sobre su espacio de soledad.
Por un momento imaginé que tomaba sus manos tibias y húmedas, para desanudarlas. Qué acercaba mi rostro al suyo y la miraba fijamente, tratando de desentrañar la pena que transmitía todo su cuerpo. Pero contuve el arrebato. Lo más probable era que saliera corriendo pensando que quería propasarme, y yo iría a parar de las solapas a un calabozo. Ja, ja, ja, me dirían que intenté cometer un “asalto sexual”…
Pensé en La Seducción, de Baudrillard: “nos seduce también lo que está oculto, lo que se presenta tras alguna máscara, tras un perfume o tras el maquillaje”. En este caso, me dije que su silencio y su distancia, me seducían. Su perfume, apenas perceptible, me figuraba estar parado ante un acantilado profundo y respirar el insondable aliento del océano. Sentí vértigo, y mucho.
¿Pero cómo abrir una brecha en esas murallas tan altas? La miré por el rabillo del ojo y vi que respiraba al menos, pero seguía con la mirada perdida. Sus piernas no estaba cruzadas, sus brazos tampoco, un indicio de cierta apertura según la proxemia. Solamente sus dedos estaban entrelazados.
Hablar del calor sería un recurso trillado. Preguntarle si estaba bien, tampoco me pareció demasiado original. Hablarle directamente sería algo osado.
Recordé que la última vez que había estado ante una situación similar me había hecho pasar por un turista perdido. Nada hay más frágil para una mujer que un extraño que no sabe ni dónde está parado. Eso había vencido la desconfianza con otra mujer, hace tiempo. Con una checa que empezamos insultándonos por Internet, finalmente nos encontramos en la plaza de los dos Congresos para discutir Kafka. Con otras fueron cosas casuales, incidentes que de repente ocurrieron y despertaron la necesidad de hablar: un ladronzuelo al que la policía corría o una anciana que tropezó. Siempre había resultado y habíamos acabado por irnos juntos.
Pero esta vez el tiempo pasaba y no surgía nada. Comenzaba a sentirme incómodo, a transpirar. Maquinalmente desaté el cordón que tenía en el cuello, con un crucifijo y lo apreté en mi mano. Comencé a pensar que estaba al lado de un ente… revestido de belleza exterior, pero un ente al fin. Pensé en el gorgoteo de sus vísceras, el palpitar de su ser, sin que produjeran la más mínima luz en su ánimo. Un destello siquiera. Me imaginé conocerla, tomarla de la mano y caminar, hablando y hablando yo, y ella escuchando como un autómata. Me la imaginé en la intimidad de un hotelucho, esforzándome por descubrir un rastro de vida en sus frías pupilas de muñeca. Y nada. Entonces me invadió una rabia ciega, algo que nunca me había sucedido. Pensé en gritarle que un vegetal de Neptuno tenía más vida que ella, que si la conociera su indiferencia acabaría por destruirme. Recordé entonces lo que le dijo que maestro Williams de Baskerville a su discípulo Adso, en “El nombre de la rosa”: “la mujer es más amarga que la muerte”. ¡Quise gritar! Sentía que me ahogaba. Ya estaba agitado. Entonces me levanté y la miré directamente a los ojos. Ella seguía en las nubes… pero de pronto desvió la mirada y, por primera vez se fijó en mí. Noté la sorpresa en sus ojos. Se extrajo unos auriculares que recién veía que tenía puestos y me dijo: “disculpe señor, ¿me podría decir la hora?”.
El rostro se me contrajo de furia. “No, no tengo. Pero lo que sí sé es que acabas de salvar tu vida”. Y me fui de vuelta al caserón derruido donde vivía, acompañado por ocho cadáveres silenciosos.