sábado, 10 de abril de 2010

Bajo las estrellas heladas

Saúl está paralizado en la cama, no ve nada, ni a diez centímetros de su nariz, pero puede percibir al otro respirando en la oscuridad, acercándose lentamente hacia él. Piensa que tiene sólo 13 años y que quiere vivir. Se acuerda de sus amigos que yacen exánimes cerca de él y tiembla. El ser lo rodea y sus movimientos no producen ni el menor ruido. Un día atrás pensaba que estas serían sus vacaciones ideales, pero todo se convirtió en una pesadilla.
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El sábado a la mañana el padre de José María los había llevado en su auto hasta su finca en el interior del departamento Banda. El grupo de amigos bajó entusiasmado: buscaban emociones nuevas para sus guiones de historieta. José María y Virgilio eran amigos y compinches; los secundaban Fernando, hermano del segundo y Saúl, un nuevo amigo invitado. Todos promediaban los 13y 14 años.
Saúl apenas llegó se dedicó a explorar la extensa finca, constituida por un rancho y un galpón enorme lleno de máquinas muertas y un sembradío, como si fuera una isla rodeada de un mar verde de monte.
Los demás se peleaban en la cocina intentando cocinar un guiso que al comerlo quemaba los labios por exceso de pimienta blanca. Esa siesta se dedicaron a las tareas de campo: cortar leña para la chimenea resultó más complicado de lo que parecía para manos inexpertas que terminaron ampolladas y luego curiosearon alrededor de un profundo pozo de agua que se estaba excavando y en el que se perdía una cuerda con polea y una silleta en la que debían bajar los peones.
José María los llamó a todos al sembradío: “vengan a ver lo que encontraron cuando pasaban el arado…” Todos corrieron hacia allí y vieron la urna funeraria indígena, husmearon en su interior y entrevieron un esqueleto grande que abrazaba a otro pequeño, como de un bebé. Era evidente que cientos de años atrás ese lugar era un cementerio. Imprevistamente José María volteó la urna de una patada y un pequeño bultito salió rodando. Era el recién nacido. El grupo empezó a reír a carcajadas.
“¡Pará boludo! ¿Qué haces? –le recriminó Saúl, que veía como un sacrilegio tanto desprecio por los muertos-.
José María le pegó un empujón. Saúl tenía la cara enrojecida de bronca. Los otros rieron más. Entonces el otro comenzó a patear los restos, desperdigando los huesos.
Saúl se alejó enfurecido, maldecía la hora en que decidió pasar el fin de semana con ellos. Mientras volvía pasó por el costado del pozo oscuro y le pareció que algo se agitaba abajo. Pensó que sería algún animal que tuvo la mala suerte de caer. Se dirigió hacia el monte mientras los demás se introducían en el galpón y comenzaban a jugar arrojándose almidón a la cabeza. Sus amigos de repente comenzaron a perseguirlo para embadurnarlo con las manos llenas de sustancia blanca, pero Saúl fue más rápido y se internó en los laberintos del monte, no sin desgarrarse la piel con las ramas de vinal. Corrió y corrió hasta que ya no escuchó a sus perseguidores. De pronto se sintió perdido, caminó y caminó pero le parecía que vagaba en círculos, que siempre terminaba en el mismo lugar. Entonces se encaramó a un alto árbol y observando sobre la muralla de vegetación logró divisar el galpón, del que salían sus amigos completamente blancos por el almidón y lo llamaban a gritos. Pensó que había escapado a tiempo. Miró alrededor y vio el monte infinito. Luego bajó y siguió caminando sin sentido, evitando a sus amigos gracias a la referencia de sus propios gritos y risas. De pronto ya no los oyó más. Llegó a una especie de claro donde sobresalía un árbol caído, derribado por un rayo que lo calcinó en su base. Sólo se oía el rumor del agua de una acequia cercana. Hacía un calor agradable y resolvió acostarse sobre el árbol. Cerró los ojos para aguzar su sentido auditivo: escuchó mejor el ruido del agua, las ramas que hacían silbar al viento y de pronto todo fue silencio, hasta una bandada de catas se acalló y salió volando. Entonces percibió algo que se movía a su alrededor, con sigilo. Se incorporó y miró en esa dirección, pero la espesura del monte achaparrado impedía ver algo. Supuso que debía tratarse de alguna criatura salvaje, una corzuela o un chancho del monte, deslizándose. El ruido cesó. Entonces volvió a recostarse y se olvidó de todo… lo invadió una somnolencia, una especie de éxtasis casi ante la exuberancia del monte. Era como si esperase que alguna entidad se revelara y le diera un buen argumento para una historia. Abrió los ojos y no había nada ni nadie. Cuando quiso volver ya estaba oscureciendo y con terror advirtió que daba vueltas en círculos, estaba perdido. Comenzó a correr por los corredores abiertos en el monte, con las espinas de vinales desgarrando su ropa. El monte le pareció siniestro y amenazante. Le oprimía el pecho. Intentó calmarse y pensar. Entonces volvió a treparse a un árbol y como a los cinco metros de altura pudo descubrir las luces del rancho.
José María, Virgilio y Fernando ya se habían bañado y tomaban mate. Saúl no les dirigió la palabra. Esa noche comieron e hicieron una gran fogata con leña, como un faro de luz en medio de la fría negrura de la noche. Contaban chistes y cuentos, cuando escucharon el ruido de una motocicleta acercándose. De pronto apareció un sujeto acompañado por una mujer. Habló con José María, aparte, y luego de echarles una ojeada -que transmitía desprecio- se marchó. El otro volvió conteniendo la risa y contó al grupo que era un empleado de su padre, que le había dicho que cierre bien las puertas de noche porque había una criatura que a veces solía vagar de noche y que más de una vez dejó las marcas de sus garras en la madera. Estalló en carcajadas porque suponía que venía con esa mujer a tener sexo y quería meterles miedo, pero sus planes se habían arruinado con las visitas.
Esa noche a Saúl le costó conciliar el sueño. Estaba acostado en una cama grande, con José María y Virgilio, mientras Fernando dormía en otra piecita. Arriba había un enorme plástico que los protegía de la caída de las vinchucas y él sentía los golpecitos que hacían los insectos al caer y caminar. Por la puerta abierta miraba hacia fuera y creía percibir bultos que iban y venían en la noche bañada por la luz lunar, hasta que se durmió. Varias horas después algo lo despertó… apenas levantó los ojos por encima de la frazada. Aún estaba oscuro… pero en esa negrura alcanzó a divisar una silueta al pie de la cama, mirándolo con ojos de un plateado apagado. El terror lo dejó sin poder respirar. Sintió que el corazón lo delataba con su frenético palpitar. Paralizado como estaba vio que ese ser, que tenía lejana similitud humana, en absoluto silencio comenzó arrastrar de los pies a José María, quien parecía dormido. Un terror innombrable invadió a Saúl, mezclado con la impotencia de no poder gritar, no poder correr… Unos minutos después vio de soslayo que se llevaba a Virgilio, quien tampoco reaccionaba. El pánico lo asfixiaba. Luego vino por él. Sintió unas garras tomarlo de los pies y se vio deslizándose por el piso de tierra, absolutamente consciente, pero sin poder resistirse, incapaz de pedir auxilio. La criatura parecía una sombra que se movía sin causar el menor ruido, ya más de cerca percibió el olor nauseabundo que despedía. Cuando lo arrastró por el patio vio las estrellas heladas, que parecían burlarse de su tragedia. Quería gritar, pero de su garganta no salía el menor sonido. Finalmente llegaron al borde del pozo y el ser empezó a empujarlo rodando hacia la circular boca negra. Cayó y fue a dar pesadamente sobre los cuerpos de sus amigos, mojados por agua barrosa y gélida. Arriba sólo se veía la boca del pozo, débilmente iluminada por la luz de la Luna. Aún lloraba de miedo cuando se desvaneció.
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El domingo a la tarde el padre de José María encontró a los cuatro amigos muertos en el fondo del pozo. Nunca pudo superar la tragedia. Los peritos que tuvieron que izar los cadáveres con ganchos nunca olvidarían los rostros desencajados por el terror de los adolescentes. Sus ojos bien abiertos. Un informe forense indicó que murieron asfixiados al aproximarse al pozo de agua, en cuya excavación debió liberarse un bolsón de gas metano atrapado entre las napas freáticas durante miles de años. Uno de ellos debió caer desvanecido y los demás siguieron la misma suerte al tratar de rescatarlo, víctimas del letal gas, imperceptible al olfato. Esa fue la poco convincente explicación judicial que silenció detalles inexplicables y aterradores, como las lesiones de agarre que todos los cuerpos tenían en los tobillos y los signos de arrastre en el suelo, que iban desde las camas hasta el pozo.