Cada vez que la familia se reúne y a la hora del café se habla de los sucesos de mi infancia, inevitablemente surge el recuerdo del día que me perdí cerca del río Caraparí. Y hay heridas que no cierran. Con los años encontré un rótulo psicoanalítico a lo que me sucedió allá por 1976, cuando tenía cuatro años: “trauma abandónico”. Pero vayamos a los hechos. En algún mes cálido de aquel año mi padre nos llevó a sus cuatro hijos a conocer aquel turbulento río de montaña, en los límites con Bolivia, junto con un amigo suyo. Nosotros vivíamos a pocos kilómetros de allí, en un pueblo de YPF llamado Agüaray, “río de lobos”, según la traducción de la toponimia aborigen. Mi padre era técnico químico en la destilería de Campo Durán, que nunca llegué a conocer, pero de la cual conservo algunas fotos blanco y negro, algo ajadas. Un lugar que se parecía a una base lunar, lleno de tanques, torres y cañerías. Cierto día de aquel año decidió salir a pasear con sus hijos y un amigo por el Caraparí, y allí fuimos, en el glorioso Valiant blanco.
Recuerdo que llegamos a unas viejas ruinas, construcciones abandonadas cerca del río, y que junto a mi hermano Raúl nos trepamos a un viejo tractor desvencijado, mientras Patricia y Alejandra deambulaban por las ruinas.
En un momento de aquella tarde, escuché la voz de mi padre llamándonos. Y como en un sueño, recuerdo a mis hermanos yéndose, dejándome atrás, sin que pudiera alcanzarlos. De pronto quedé totalmente solo en medio de aquellas construcciones abandonadas y rodeadas de zanjas y monte. Sólo aquel que alguna vez ha sido abandonado en el medio de la nada sabrá la desesperación y la angustia que se apoderó de mí, con cuatro años de vida. Vagué entre las paredes inconclusas llorando, llamando a mis seres queridos, sin otra respuesta que el silencio.
No sé cómo, pero al cabo de un rato me decidí: llegué hasta la ruta por la cual habíamso llegado y comencé a desandar kilómetros a pie, llorando. Una ruta interminable que alguna vez se transformó en pesadilla, años después, con una banquina que terminaba en precipicios de vértigo. Caminé mucho tiempo, no sé, horas tal vez, viendo vehículos ir y venir. ¿Qué habrán pensado sus conductores al ver un niño solo caminando al costado de la ruta, cubierto de lágrimas? No lo sé, pero ninguno paró. La tarde caía y yo era guiado ciegamente en una dirección hacia el pueblo en el que me esperaba mi madre: me parecía ver su rostro en medio de aquella desolación y despertaba en mí una enorme angustia, pero también una esperanza. De repente, un Ford Falcon se detuvo en la banquina contraria y se bajó mi padre, que estaba acompañado por su amigo. Nunca vería, como aquella vez, su rostro pálido y desencajado por el miedo. Una figura paterna que inspiraba respeto y a la vez temor, pero que aquella tarde no tuvo hacia mí ningún reproche. Comprendí tiempo después que él tenía más miedo que yo, miedo de haberme perdido, de tener que explicarle a mi madre que yo me había extraviado. Su mundo tembló aquel día. Tiempo antes ya los había asustado al escapar de casa e internarme en medio de un caballar de Gendarmería Nacional. Recuerdo vagamente que entré en el corral y sentía los cuerpos tibios de las bestias, acariciaba sus suaves pieles iluminadas por la luna llena, hasta que alguien apareció muy discretamente y me sacó de allí sin hacer alboroto, para que los animales no se pusieran nerviosos y todo terminara trágicamente. Pero bueno, finalmente regresamos a casa y supe que mi padre y mis hermanos habían ido a ver un dique en el Caraparí y que pensaron que yo me quedaría solo, jugando en las ruinas, que los esperaría entretenido hasta que regresaran, horas después. También supe que había tomado la dirección correcta hacia el pueblo en el que vivíamos, algo incomprensible por la escasa edad que tenía. Todavía no terminó de entender lo que pasó aquel día, pero lo cierto es que no puedo olvidarlo. Que de vez en cuando vuelve como una pesadilla recurrente, como un enigma que no acabo de resolver.