Fue todo muy rápido: en la redacción de la revista se decidió enviarme a cubrir las excavaciones para buscar los restos de Ernesto “Che” Guevara en Bolivia, en diciembre de 1995. Yo era un periodista bisoño, que apenas tenía un año en la gráfica y el anunció me quitó el aliento. Era una noticia internacional y sería mi primera experiencia fuera del país. Aproveché el viaje para colarme en un tour de compras a Bolivia y contar desde adentro esa experiencia. Ya en Pocitos, le mentí al coordinador que no había conseguido lo que buscaba, una cámara de video, y que seguiría hacia Santa Cruz de la Sierra. Tomé un ómnibus que demoró unas diez horas y en el camino conocí la legendaria Camiri, un pozo con luces titilantes, a cuyas puertas habían llegado 60 años atrás los combatientes paraguayos de la infernal Guerra del Chaco, por el petróleo de la Standard Oil. Bajamos a un restorán al paso y me asomé a la cocina, donde en una enorme olla flotaban pedazos grises de carne en agua borboritante; un par de argentinos –padre e hijo- que también viajaban me aconsejaron comer otra cosa y cenamos juntos. Seguimos viajando esa noche por una ruta que serpenteaba por cerros iluminados por la luz de la luna, rodeados de montes inmemoriales que me hicieron imaginar que por allí alguna vez se desplazaron como sombras el Che y sus guerrilleros. Llegamos de madrugada a Santa Cruz, una ciudad modernista en el Oriente boliviano, construida en anillos concéntricos y con un tránsito desbocado. Me despedí de mis compatriotas y me instalé en un hotel frente a la Terminal, donde dormí exhausto. A la mañana de ese día domingo me fui a la corresponsalía de uno de los principales diarios y un periodista me brindó información contextual de los orígenes de la búsqueda: un reportero norteamericano había generado revuelo al publicar la versión de un ex militar sobre el sitio de sepultura de Guevara, que hasta entonces era un misterio de varias décadas. A los militares bolivianos y sus asesores norteamericanos no les interesaba que se convirtiera en mártir al guerrillero rosarino, fusilado en la escuela de La Higuera, el 9 de octubre de 1967. Pero todo fue en vano, su leyenda se extendió a todo el mundo aún así.
Esa tarde partí hacia Vallegrande, un pueblo en medio de cerros, a unos 2000 metros sobre el nivel del mar, que se pasó a la historia porque allí fueron exhibidos los restos de Guevara, después de su captura y ejecución. Llegué con la noche avanzada y me sorprendió una enorme torre de la iglesia, en la plaza principal, pero no pude detenerme mucho porque debía buscar con urgencia un lugar para hospedarme. Las calles estaban desiertas y hacía mucho frío. Me uní a un brasileño llamado Edenilson, con quien logramos despertar a la dueña de una pensión y alquilamos la única habitación disponible.
Al día siguiente me dirigí hacia la vieja pista de aterrizaje del poblado, donde ya trabajaba el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), que ganó su renombre en el continente por su descubrimiento de enterramientos clandestinos de víctimas de la dictadura militar. En ese lugar también me hice amigo de una pareja de una radio bonaerense y del camarógrafo que documentaba el trabajo de la EAAF. En el lugar deambulaban periodistas, en su mayoría argentinos. Todos terminamos en una fonda a la hora del almuerzo, regado con abundante cerveza Paceña. Rato después volvimos al lugar de búsqueda, donde los antropólogos se afanaban con un sistema que escaneaba el subsuelo en busca de movimientos de tierra que delatara posibles tumbas. Pero era inútil, no había rastros de enterramientos y la superficie era enorme, con un suelo demasiado compactado que complicaba las excavaciones. Hasta allí llegaban los personajes más extraños, como un rabdomante que con unas ramas secas usadas para buscar agua se animaba a predecir el sitio exacto de los enterramientos.
Edenilson, a todo esto, me contó que se había peleado con su mujer y se había ido de Santa Cruz a Vallegrande, apenas con un bolso. Los periodistas bonaerenses estaban paranoicos y pensaban que era un espía. Nunca lo sabré.
Para enviar material a la revista alquilé una computadora en el telecentro del pueblo y redacté un informe, mientras soportaba la burla de una enviada de Clarín por la lentitud en teclear. “¿Para qué te mandaron aquí si esto lo cubren los medios nacionales y las agencias?”, me interrogaba socarronamente. “No nos importa la inmediatez de la noticia, sino narrar el contexto de esta noticia, algo que no se percibe en la superficialidad de los cables que reproducen los diarios”, la arponeé. No me molestó más. Una vez impresa la nota, la tuve que faxear varias veces hacia Santiago del Estero, para que entrara al cierre, pero fue en vano porque la recibieron mal.
La búsqueda causó un gran revuelo en el pueblo. Los concejales pugnaban por retener los huesos de Guevara para hacer un museo, pero el entonces presidente de Bolivia, Gonzalo Sánchez, apodado “Goni” (cuyo castellano era difícil de entender porque conservaba el acento inglés de su vida en EEUU), había acordado entregarlos a Cuba. Así fue que pasaron tres días y mi cumpleaños me sorprendió lejos de casa. Pero fue inolvidable porque lo festejé con un grupo de periodistas, entre ellos un italiano de gran sabiduría y sencillez, que recorría Sudamérica como free-lance. Hubo mucha Paceña y fricasé. Creo que fue esa noche que alguien nos llamó a los gritos desde fuera de la fonda y salimos corriendo: nos deslumbramos al ver que en un cerro que dominaba el pueblo los lugareños habían encendido fogatas que formaban la palabra CHE. Nos desesperamos porque nuestras cámaras con lentes normales no alcanzaban a captar esa imagen impresionante.
Cierta noche salí a caminar por una carretera y me encontré con un espectáculo extraordinario: nubes de luciérnagas danzaban sobre los árboles y creaban un escenario mágico. Era como si las hojas temblaran agitadas por una leve brisa de chispas de luz. Tan es así que me olvidé las prevenciones que me habían hecho sobre supuestos salteadores que acechaban en los caminos, que afortunadamente resultaron falsas.
El pueblo estaba revolucionado con tantos extranjeros y muchos querían contar historias del Che. El vendedor de boletos de la flota de colectivos me retuvo como media hora mostrándome unas revistas de la época de la muerte de Guevara. Cuando volví a la fonda los bonaerenses se rieron de mí por haber perdido tiempo escuchando sus historias.
La rutina de aquellos días era desayunar en el mercado, ir a la excavación, comer en la fonda que se había convertido en punto de reunión de los periodistas y volver a la pensión. A veces paseaba por las callejuelas empinadas y terminaba agitado. Uno de esos días fuimos a conocer el hospital Cruz de Malta, en cuyos fondos había una lavandería en cuyo mesón se tomó una de las fotografías más célebres del cadáver exánime del Che, con militares que lo rodean como un trofeo y que hicieron desfilar al pueblo para mostrarles que el legendario guerrillero estaba bien muerto. Los muros de esa sencilla construcción conservan escritos de miles de turistas que garabatearon allí sus nombres y dedicatorias a Guevara.
Con el paso de los días y como no se producían noticias alentadoras, decidí regresar. Me quedé con ganas de visitar unas ruinas incaicas que los taxistas ofrecían conocer por una módica suma, o la escuelita de La Higuera donde fusilaron a Guevara. Saqué el boleto y me despedí del locuaz encargado y esa noche subí al colectivo a las apuradas. Cuando estábamos a punto de partir, vi al camarógrafo de la EEAF subir y susurrarle algo al oído al corresponsal de la BBC que estaba unos asientos más adelante. Era un tipo lacónico, que alquilaba en la misma pensión, y que se encerraba en su pieza a escuchar la radio en inglés. Lo vi incorporarse nervioso y bajarse del vehículo; me di cuenta que algo había sucedido y miré al camarógrafo que solamente me saludó. La primicia no era para mí. Pero bueno, mi trabajo ya había terminado: el inglés y mi compatriota camarógrafo se podían ir al diablo. Volví a Santa Cruz en una noche intranquila para mí; me desvelaba saber qué había pasado y por qué a mí no me avisaron. Al día siguiente compré el diario y lo supe: en tapa anunciaban el hallazgo de restos humanos en supuestos enterramientos clandestinos. Sospechaban que allí podían estar los huesos del Che. Maldije por las calles: justo me había largado. Ese día encontré a un periodista cordobés en la Terminal, que me contó detalles del hallazgo de varios cuerpos.
Mi rabia creció más aún cuando me percaté que me había olvidado los documentos en la pensión de Vallegrande y que no podría salir del país. En la desesperación llamé y me atendió la encargada, que me dijo que sí, que tenía los documentos, pero que no podía caminar cincuenta metros hasta la boletería del ómnibus para que me los enviaran porque no podía abandonar su local…. Me tuve que contener para no mandarla al infierno. Me acordé que Edenilson vivía en Santa Cruz y que tenía su número: lo llamé y nos juntamos en el centro. Me hizo caer en cuenta que llamara al conversador encargado de la boletería y me acompañó hasta la base de la empresa, desde donde se comunicaron por radio y el hombre dijo que haría el trámite sin demora. A los cinco minutos contestó que ya tenía los documentos y que los enviaba en el próximo coche. Respiré aliviado. Gracias a haber perdido media hora con su profusa conversación, me ubicaba perfectamente y estaba orgulloso de poder ayudarme. Me acordé de los bonaerenses que se las sabían a todas… Esa noche mientras caminaba encontré un local que anunciaba pizza y pasta argentina. Entré a festejar –porque nunca me habituaré a las comidas locales altamente condimentadas- y me encontré con que su dueño era sureño, de Chubut si mal no recuerdo. Volví embriagado al hotel y me atajó la esposa del dueño, que cada vez que me veía me preguntaba por sueldos y el costo de vida en Argentina. Se quería ir a trabajar de empleada doméstica, lo que no dejaba de sorprenderme porque era una mujer formada y además supuestamente copropietaria de un hotel dos estrellas que trabajaba bastante. Aún así debía vivir su propio infierno para querer huir. Al día siguiente, con mis documentos en la mano pude sacar boleto de regreso a la Argentina. Debo decir que esa edición de la revista se agotó y solamente conservaba un ejemplar, que no tuve otro remedio que regalar al hermano del Che, Roberto Guevara de la Serna, que se mostró interesado por la crónica al cabo de una entrevista, y no tuve tiempo de sacar ni siquiera una fotocopia. Así perdí para siempre el mejor reportaje que creo haber escrito en veinte años de experiencia. Recibí felicitaciones de varios lectores, pero no puedo olvidar que el escritor Juan Manuel Aragón se levantara de una mesa en el Jockey Club para halagar el escrito de un periodista inexperto. Seguí la noticia durante varios meses y con cierto alivio me enteré que los restos que encontraron durante mi estadía no eran de Guevara, sino de algunos de sus guerrilleros. A él lo encontrarían dos años más tarde, en 1997, y sería enviado a Cuba. Algún día cumpliré mi deseo de volver a Vallegrande para volver a estremecerme en aquellos montes bañados por la luz de la luna.