Siempre me negué a creer en fantasmas o fenómenos paranormales, con un escepticismo que quizás se remonta a una formación positivista, como perito criminalístico, en un afán de probar científicamente lo que parece inexplicable para el sentido común. Pero tampoco me considero obcecado como para negar absolutamente la existencia de cosas que están más allá de la lógica y de los límites de la ciencia humana. El hombre no puede caer en la soberbia de afirmar que conoce las cuerdas invisibles que mueven el universo. No soy proclive a creer en los cuentos de viejas y leyendas urbanas, pero lo que pude entrever en un sumario iniciado a raíz de ciertos incidentes en el abandonado hospital pediátrico, que culminó con la desaparición de dos personas, puso en crisis las convicciones que hasta entonces daban orden a mi mundo.
A mis manos llegó un expediente que desató la risa de mi jefe y la negativa de los peritos más antiguos a investigarlo por considerarlo un fraude: Hernan L. y su amigo Miguel A. mantuvieron un contacto por chat y, por alguna razón desconocida, ambos sufrieron severas alteraciones mentales tras ese contacto y aún se ignora el paradero de ambos. Las pruebas documentales en video secuestradas en la investigación permitieron concluir a los psicólogos forenses que los dos hombres sufrieron alucinaciones que derivaron en un trastorno de naturaleza psicótica, disparado por una situación estresante y por tratarse de dos sujetos proclives a la desconexión con la realidad.
La única prueba material que se pudo obtener fueron las conversaciones grabadas con webcam del período del 28 de diciembre, entre las 2.00 y las 4.30 AM y también la grabación en video handycam de L., realizada poco después, en el viejo hospital, donde pareciera haberse desatado la ruptura con la realidad de este último paciente, según los forenses.
Solo en mi oficina, miro esos videos y siento rabia. Tanto esfuerzo por saber lo que pasó parece terminar siempre en un callejón sin salida. En la escena de los hechos no se hallaron rastros significativos que revelen lo que sucedió con los dos amigos, más allá de huellas de sangre en un altillo del edificio, aunque no se encontró ningún cuerpo.
El contexto de la conversación grabada y vía Internet sucede en horas de la madrugada, entre Miguel A., que se desempeñaba como sereno del ex hospital pediátrico y Hernán L., un empleado burocrático.
M.A. - ¿Te conté que aquí espantan de noche?
H.L. – No, dejate de joder… (risas).
M.A. – Es en serio. Si no fuera porque tengo Internet, me enloquecería. Es preferible mantenerse distraído y no ver ni escuchar durante la madrugada, cuando quedo completamente solo.
H.L. - … No sé qué decir. ¿Estás bromeando? Es tarde y no tengo tiempo para eso.
M.A. –Para nada. Vos sabes que aquí hubo muchas tragedias, muchos niños que murieron, demasiado dolor. Eso hasta se siente en las paredes, es como si esa energía negativa impregnara el edificio. En la azotea hay una piecita cerrada con candado y te juro que cada vez que voy de recorrida me invade una sensación de tristeza y abatimiento inexplicable.
H.L. – Bueno, alguna explicación debe haber, durante más de medio siglo allí funcionó un hospital y hubo muchísimas tragedias, algunas de las cuales salieron en los medios, y eso influye en tu imaginación, estimulada por la soledad de un edificio derruido.
M.A. –No es sugestión, es cierto. A veces entreveo sombras que se deslizan por las salas oscuras cuando salgo a hacer ronda. Murmullos ahogados, llantos que me ponen la piel de gallina… Deberías venir una de estas noches a comprobarlo vos mismo.
H.L. –¡Jajaja, no lo creo! Pero sigo pensando que es obra de tu mente afiebrada…
M.A. –Esperá un poco… creo que los escucho ahora. ¿No sientes nada? Para no oírlos uso auriculares y me siento de espaldas a la pared con la computadora portátil, para que no me tomen por sorpresa…
H.L. -¡No me digas! ¡Justo ahora van a aparecer tus fantasmas!
M.A. –Hagamos una cosa, dejo enfocada la cámara hacia la puerta y voy a ver qué hay. Cualquier cosa, vos mismo lo verás.
H.L. – ¡Dale, dale, mandale saludos de mi parte a Gasparín, jajaja!
En la grabación de la webcam de Hernán L. A continuación se ve la silueta de Miguel A. dirigirse hacia la puerta de una gran sala iluminada pobremente, donde años atrás funcionó la terapia intensiva del nosocomio. El guardia desaparece en el rectángulo oscuro y al cabo de unos minutos una pequeña mancha luminosa y blanquecina cruza el pasillo. La luz fluorescente que ilumina el salón titila entonces y prácticamente deja en sombras el lugar.
La silueta de Miguel atraviesa la puerta y se sienta delante de la Pc, visiblemente agitado.
M.A. –¡Decime que lo viste! ¡Pasó por ahí! ¡Lo debes haber visto!
H.L. –La verdad es que vi algo, pero no sé… no sé que era. Calmate, no debe ser nada (la voz denota nerviosismo).
M.A. –(Gritando) ¡Ellos están ahí otra vez! ¡No sé qué quieren de mí! ¿No los escuchas?
Miguel A. se levanta nuevamente sale de la habitación visiblemente alterado. Transcurren unos minutos de grabación en absoluto silencio, hasta que se perciben murmullos incomprensibles de sonido ambiente, que no se pudieron descifrar ni siquiera amplificados digitalmente. Otra vez todo queda callado. Hernán L. comienza a llamar a su amigo, con un tono de voz turbado. Un rato después se divisa una sombra que ingresa por la puerta y se desliza lentamente contra la pared. La pobre luz en el lugar permite ver que se aproxima a la pantalla con el rostro desencajado y la mirada perdida, para luego volver a desaparecer en las penumbras.
-¡Miguel! ¡Miguel! ¿Qué haces?, grita en vano Hernán L.
A continuación, el relato es realizado por Hernán L., quien aquella madrugada tomó un remís desde su casa y se dirigió al hospital, lugar en el que efectuó una grabación con una cámara manual, según se pudo reconstruir en el expediente.
Las primeras imágenes lo muestran atravesando la puerta de ingreso del nosocomio, cuya guardia se encontraba desierta. Se ve un salón iluminado por una mortecina luz fluorescente. Sube unas escaleras con descanso y accede al primer piso. Con el haz del reflector guía sus pasos entre pasillos oscuros, sorteando escombros y basura. Comienza a llamar por su nombre a su amigo, pero el lugar se encuentra en silencio. La cámara capta un zapato de niño, tirado entre los despojos y al recorrer lo que parece ser una sala descubre una pared cubierta de estampitas de santos y un altar desbordado por la cera seca de velas.
-“Esto debió ser la terapia intensiva”, murmura Hernán L., mientras recorre el salón vacío, con paredes descascaradas, cables que cuelgan del techo, esqueletos de camas, colchones viejos y el piso cubierto de fragmentos de cerámicos. Sale a un pasillo y después de ingresar en varias habitaciones encuentra la antigua sala de terapia intensiva, en la que se encuentra la computadora con la que se comunicaba con Miguel. Con su cámara se aproxima a la pantalla y puede ver su propia habitación del otro lado.
-“Me olvidé de apagar la webcam… con tanto apuro. ¡Miguel, adónde carajo estás!”, grita impaciente. Solo el silencio le responde. “El altillo”, musita y agrega “¿por dónde se sube al altillo?”. Sigue vagando por nuevos pasillos oscuros y pasa por un quirófano y lo que parece ser una cocina, completamente abandonados; luego más corredores ruinosos hasta que desemboca en una especie de terraza sumida en la oscuridad. Jadeante avanza hasta encontrar una escalera empotrada a la pared y sube a duras penas, sujetándose con la misma mano que aferra la agarradera de la cámara, lo que provoca imágenes caóticas. Finalmente llega al segundo piso y camina con paso vacilante hacia una habitación sin ventanas y con una sola puerta de chapa. Alrededor, las luces de la ciudad titilan, completamente ajenas a la escena. Hernán manipula la manija, pero recién logra abrirla tras empujarla con la cadera. “¿Qué es esto?”, exclama, mientras recorre el lugar atestado de cajas y viejos aparatos, que apenas se divisan bajo la temblorosa luz del reflector. “¡Que lo parió, justo ahora me vengo a quedar sin luz!”, exclama. Tropieza con los objetos hasta dar en un rincón con una silueta humana, en posición fetal.
-“¡Miguel! ¿Qué te pasó? ¿Qué haces aquí?”, grita mientras enfoca directamente al rostro de su amigo. Su cara parece envejecida, con un rictus de espanto. La luz de la cámara se apaga totalmente.
-“¡Miguel, adónde está la puerta, no veo nada! ¡Se cerró!”, vocifera desesperado Hernán. La cámara parece haber quedado tirada a un costado y solamente registra audio ambiente. Pasan incontables minutos en los que se adivina que el recién llegado trata de encontrar la salida y tropieza con los cacharros.
De pronto rompe su silencio Miguel A. con una voz grave, distinta a la de las grabaciones anteriores: -“Quedate quieto. Ellos ya saben que estás aquí”.
-“¿Qué es esto? ¿Quiénes son ellos?” El otro continúa: “Ellos me mostraron la salida de este mundo. Van y vienen permanentemente. Los atrae el dolor, por eso es que están aquí. ¡Tantos niños han agonizado y muerto en este lugar! Sin ir más lejos, precisamente en este sitio se guardaban los cadáveres, hasta que se los llevaban a la morgue… Por este rincón desolado entran y se alimentan del sufrimiento. No sé quiénes son ellos, ni de dónde vienen. Pienso que nuestras mentes limitadas los llaman fantasmas, aunque en realidad sean habitantes de otras dimensiones. Ahora saben que lo sabemos y no lo van a dejar así nomás”.
-“¡Decime cómo salgo de aquí! ¡Yo vine a ayudarte y ahora estamos encerrados aquí! ¡Dejá de hablar estupideces y ayudame a buscar la salida!”, grita Hernán, al borde del llanto.
“Calmate. Ya no hay nada que podamos hacer. Sólo hay que esperar el fulgor”, sentencia Miguel.
Un silencio asfixiante otra vez, hasta que Hernán comienza a llorar. De repente, estalla un resplandor parecido a un relámpago, al que rápidamente devora la oscuridad.