El fiscal R. me reveló cierto día uno de los casos más terribles en el que había intervenido y que lo afectó profundamente, a pesar de haber actuado en numerosos crímenes en su larga historia en la justicia. Lo recordó en una visita de rutina que como periodista hice por su despacho y después tomar un café y de hablar de distintas causas, comenzó a filosofar sobre el concepto del mal. “Estoy convencido que tanto el bien como el mal están dentro cada ser humano y que ante determinadas circunstancias aflora lo mejor o lo peor de nosotros. No hay ni ángeles ni demonios que guíen nuestro actos”, expuso. Coincidí plenamente con su postura, pero en la cuestión de fondo difería con él por ser ateo, mientras que R. era un ferviente católico y creía en el libre albedrío.
“El límite del mal es un tema que me desvela: durante años he cubierto muchas causas de crímenes resonantes, pero mi capacidad de asombro no se agota. No deja de sorprenderme la perversidad que surge cada tanto y estremece por su inventiva”, le dije.
“Recuerdo un expediente en el que me tocó participar en 2007 y que me perturba hasta el día de hoy”, comenzó, al tiempo que su rostro se ensombrecía. Buscó en un armario atestado de expedientes hasta que encontró uno y me lo entregó.
“Se trataba de un juicio por un abuso sexual cometido por un sujeto de 51 años, en el interior, que parecía un trámite más en la cámara. Pero ya en la primera audiencia surgió un dato: el acusado ya había sido condenado por un doble homicidio y abuso sexual. Me interesó el antecedente porque podía declarar la reincidencia, por lo que mandé a pedir al archivo esa causa de 1978. No imaginé que me encontraría allí una historia que viene a cuento con lo que hablábamos de los límites de la maldad:
El imputado, de apellido Bustos, vivía en un paraje rural del interior santiagueño y junto con su hermano menor habían sido enrolados en el ejército, fuera de la provincia. En un franco volvieron en tren y esa primera noche se emborracharon con una mujer y un vecino, con los que tenían parentesco lejano, como sucede habitualmente en el campo, donde las familias viven disgregadas en ranchos cercanos. Ya entrada la madrugada se les terminó el vino y los hermanos quedaron con ganas de continuar bebiendo. Los otros se fueron y aunque primero se sospechó de alguna participación en los terribles acontecimientos que siguieron, no se pudo comprobar nada.
Los hermanos Bustos –según lo confesaron en sus indagatorias– resolvieron acudir a la casa de unos tíos ancianos que tenían uno de esos almacenes de ramos generales típicos de la campaña, en el medio del monte. En la noche de luna llegaron a pie y despertaron a los viejos para comprarles vino, pero los corrieron por molestarlos a deshora.
Pero los hermanos Bustos no se fueron lejos. Acecharon la casa un buen rato, hasta que vieron salir a la mujer en dirección al baño, que siempre se ubica separado de la vivienda principal. La tía, de unos sesenta años, salió en camisón y se debe haber llevado un gran susto cuando se encontró con ellos de repente. Los echó a los gritos y el ahora acusado en el juicio se le arrojó encima y la derribó. Ya en el suelo comenzaron a golpearla con palos, hasta dejarla inconsciente.
Adentro del rancho su esposo, que tenía una ceguera parcial, se despertó por los gritos y comenzó a llamar a la mujer desde su cama. El mayor entró al rancho y también lo desmayó a palazos. Ya se unió a él el otro cómplice y comenzaron la rapiña: les robaron dinero y un cajón de botellas de vino. Y como si tanto ultraje fuera poco, cuando se iban, los dos violaron a la mujer inconsciente en el patio de tierra.
Se fueron al monte a beber y horas después, cuando se les acabó el vino, regresaron por más. Sus tíos seguían inconscientes y sus sobrinos, luego de apoderarse de más bebidas alcohólicas, decidieron acabar su tarea: el mayor degolló al anciano en su cama y el acusado volvió a violar a su tía y también la degolló. Actuaron como chacales sedientos de sangre, se deben haber sentido todopoderosos. Vaya uno a saber cuál fue el móvil, viejos rencores, resentimiento por las humillaciones que ellos habrán sufrido en la conscripción, no lo sé. Ahí están las fotos de la matanza”, me señaló en el expediente. Lo hojee hasta encontrar las fotografías tomadas por algún agente de criminalística y en ellas se veía el cadáver del anciano de ojos vidriosos en su catre, casi sentado, con una herida en el cuello. A continuación la mujer caída y con sus ropas destruidas, sus manos crispadas, y un gesto de horror en el rostro contraído. La tierra a su alrededor oscurecida por una mancha de sangre. No pude mirar más, sentí repulsión y también que vulneraba la intimidad de las víctimas.
“Los condenaron a reclusión perpetua por doble homicidio simple solamente, dado que los jueces entonces consideraron que el abuso sexual no se consumó porque la víctima murió al ser apaleada –la necrofilia no es delito para el Código Penal–, criterio con el que discrepo porque en las fotos se ve que al ser degollada se desangró, lo que quiere decir que su corazón latía aún. ¡Estaba viva! Pero por esas cosas de la burocracia, se les conmutó la pena a 19 años y salieron después de trece años de cárcel, después de tremendos crímenes”, –explicó indignado R.
“En el juicio por el abuso que Bustos cometió en 2005 pedí 15 años y el tribunal le dio 11. En este caso, violó a una vecina cuando su concubino se había marchado y le dio una golpiza. La mujer se salvó de milagro porque pudo haberla matado también, como a su tía, que tenía aproximadamente la misma edad. Es como si fuera una fijación, no creo que sea coincidencia. Pero el mal nos sorprende cada día con algo nuevo, con un caso más espeluznante que el otro”.
Me despedí del fiscal y me fui consternado. Todavía no puedo borrar de mi mente las imágenes de las víctimas de aquella noche de horror y muerte: pienso que R. me convirtió, al compartir apenas una muestra del mal, en compañero involuntario de aquella carga de pesadilla. Y cada vez estoy más seguro de que no puede haber un dios que tolere estas y tantas incontables masacres en la historia de la humanidad.
(* Basada en un caso real).
miércoles, 22 de diciembre de 2010
domingo, 12 de diciembre de 2010
Nunca olvidaré esa mirada
Nunca olvidaré esa mirada, aquel domingo del crimen, en el invierno de 1980. Con mi hermano mayor y un amigo al que llamábamos Miky fuimos al cine Renzi, con la mensualidad que nos daba nuestro padre, como era un ritual en aquellos años sin televisión por cable ni Internet. En la matinée pasaban Búfalo Bill y una de Bruce Lee, cuyo nombre no recuerdo porque en aquella época dieron su filmografía completa y los nombres se me confunden.
Ir al cine era una aventura, no sólo por la marea de niños y adolescentes que pugnaban por entrar, sino por los ruidos, olores y personajes de toda calaña que llenaba la sala y que zapateaban acompañando el ritmo de la banda sonora, que silbaban, gritaban. El Renzi era uno de esos cines diseñado con la estructura de un teatro, con platea, palcos del sector familiar y “gallinero”. La mejor ubicación estaba en el sector familiar porque algunos palcos se encontraban cerca de la pantalla, no había cabezas que obstaculizaran la visión y sobre todo porque se estaba a cubierto de los proyectiles y escupitajos que algunos inadaptados arrojaban desde las zonas superiores. Esas tardes fueron reveladoras de otros mundos: El regreso del Jedi, El imperio contraataca, Tiburón, Pirañas, Furia de Titanes, Invasión de arañas asesinas, y muchas, muchísimas más de Kung Fu, que algunos changuitos practicaban a la salida.
Pero aquella tarde esa monotonía se alteró para siempre. En medio de la proyección fui a los baños y al regresar al palco vi inusualmente entreabierta la puerta que usaban los empleados del cine, al final del pasillo. La película de artes marciales era tan aburrida y repetitiva que no contuve la curiosidad y me fui a husmear: entré en el sector del escenario, que estaba detrás de la pantalla, apenas iluminado por el proyector. Cuando acostumbré los ojos distinguí una pared alta de ladrillos, el piso de parquet desgastado, las tramoyas que colgaban del techo y me quedé fascinado por la imagen invertida que refulgía en la pantalla. Fui al baño y cuando estaba por salir, me topé con un hombre de unos 30 años, corpulento y de mirada siniestra, con una cara antinaturalmente angulosa como la de un ave de rapiña, que se interpuso entre mí y la puerta. Sentí miedo, pero por fortuna llegó un grupo de niños que a los empujones lo hicieron ceder el paso. Sus ojos eran opacos, carentes de brillo, lo que le daba un aura de frialdad inquietante.
Volví al palco, aún perturbado por el percance, pero rápidamente me olvidé de aquella mirada helada. Ya proyectaban Buffalo Bill y en eso, percibí una nube en el sector alto, en diagonal a nosotros. Segundos después se encendieron las luces, se produjo una corrida y el pánico ganó la sala porque corrió la voz de incendio: empujones, cuerpos que caían aplastados, gritos, espanto. Esperamos a que se vaciara la sala y cuando salíamos le preguntamos a uno de los empleados qué había pasado: nos dijo que no había incendio alguno, sino que lo que se había levantado era polvillo de décadas, depositado en un ventanal que se había cerrado de golpe, en la zona de tertulia.
Fuimos a jugar una fichas en el Space Invaders, Pac Man y flippers de Plaza, que en esa época estaba en Besares, a la altura del alto nivel de la estación de trenes.
Luego salimos a deambular por la ciudad casi desierta por el frío y al encontrar una casona abandonada en calle Buenos Aires, decidí entrar a orinar. Caminé por habitaciones derruidas y sucias, hasta que entré en una especie de salón en penumbras. Mientras me bajaba el cierre oí un llanto apagado. Busqué con la mirada entre la semipenumbra, hasta descubrir unas siluetas que me habían pasado desapercibidas: algo se incorporó y distinguí un hombre que me miraba, y un haz de luz le dio un brillo siniestro a sus ojos. Era el mismo que había encontrado en los baños del cine y en el suelo había un niño. A pesar de mis 8 años, comprendí que algo muy malo ocurría ahí y corrí. Estaba tan aterrorizado que no fui capaz de contarles a los demás lo que había presenciado, sólo atinaba a rogar que el tipo no nos siguiera. Nos fuimos y al día siguiente me levanté temprano, para ir a la primaria de la Amadeo Jacques, en esos años en calle Avellaneda, y, como era ritual, tomé el diario y leí las tiras cómicas de Mandrake y Lorenzo y Pepita, en la contratapa del diario. Miré la tapa y me quedé sin aliento: ¡un titular hablaba de un niño al que habían matado por asfixia, después de ser violado, en una casa abandonada de calle Buenos Aires, en La Banda! Sentí como nunca el frío de la helada mientras caminaba hacia la escuela y no podía quitarme de la cabeza el remordimiento.
Guardé el secreto de aquella terrible tarde y pasaron los meses. La investigación judicial detuvo a varios sospechosos, pero todos terminaron libres. El crimen que causó conmoción cayó en el olvido, en aquellos tiempos en los cuales gran parte de la sociedad prefería no preguntar demasiado.
………….
Los años se sucedieron y nos mudamos. Retornó poco después la democracia con algarabía en las calles, algo que no comprendía demasiado entonces, dado que gran parte de mi infancia había transcurrido en Dictadura. De esa época recordaba viajes en colectivo cuando veníamos de Salta, donde vivíamos, en los que irrumpían militares con ametralladoras y obligaban a todos los adultos a bajar y ponerse contra la pared del vehículo con brazos y piernas abiertos, mientras los requisaban, apuntados por armas. Arriba quedaban niños y bebés llorando a gritos, que no entendían lo que sucedía. O evoco los helicópteros artillados y pucarás que sobrevolaban Tucumán para descargar su furia en los cerros cercanos. Luego, la recuperación de Las Malvinas, con una euforia popular que se exacerbaba en la escuela, donde todos los días al formar cantábamos la marcha “Tras su manto de neblinas, no las hemos de olvidar/ ¡Las Malvinas, Argentinas!, clama el viento y ruge el mar”. Esa guerra que se vivía como un partido de fútbol, con un marcador a favor de nuestros soldados en batallas, derribo de aviones y hundimiento de naves, que yo anotaba en una libretita. Hasta que llegó aquella triste y gris tarde del 14 de junio, cuando mi hermano y yo escuchamos de nuestro padre la noticia: la guerra había terminado y los ingleses habían ganado.
Tantos sucesos me hicieron olvidar aquella mirada asesina. Cierta tarde la maestra de cuarto de la Normal nos llevó a la plaza Belgrano para que dibujáramos el busto del prócer. Yo tenía cierta destreza para dibujar y rápidamente mis compañeros me rodearon para ver la imagen que delineaba en la carpeta. También se acercaron unos empleados municipales que cuidaban la plaza, que comenzaron a elogiarme. Uno de ellos se mostraba muy halagador e insistía en que lo acompañara a un depósito debajo de un escenario, para que me mostrara un ángulo distinto de la estatua. Estaba tan deleitado que no me daba cuenta. El porteño Dante, que se había incorporado un año antes conmigo y tenía más experiencia en la calle y sus peligros, me susurró al oído que ni se me ocurriera acompañarlo, que era un pervertido. La maestra se arrimó al rato al ver el revuelo y nos condujo de vuelta a la escuela. Cuando me iba el hombre me saludó y algo me heló la sangre: ¡era él! Ya no sonreía ni se esforzaba por ser simpático, su mirada era otra vez helada. Corrí hasta adelantarme al grupo.
………
Unos años después, otra noticia volvió a conmover: habían hallado a dos hermanitos, varón y mujer, ahogados en el canal y luego se descubrió que habían sido abusados sexualmente. Inmediatamente pensé que había sido aquel criminal impune. Lamentablemente el tiempo y las distracciones me hicieron olvidar el episodio, al igual que a la mayoría de la sociedad, y aquel doble crimen quedó sin culpables. Ya era un adolescente que buscaba su primer amor en los “vermouth danzantes” de la biblioteca Rivadavia, Olímpico y el Automóvil Club. Con Miky entrenábamos taekwondo en la Unión Ferroviaria y nos dedicábamos a dibujar historietas. Con unos amigos de mi hermano volvimos al cine Renzi, pero esta vez a la trasnoche, simulando yo ser mayor de edad bajo la vista gorda de los boleteros, para ver películas de terror y condicionadas. En aquellos tiempos volví a encontrar en los diarios más niños muertos y abusados, que aparecían esporádicamente a la vera de una ruta, en un canal o en medio del monte. Sospechaba que era el mismo criminal, pero la ebullición de la adolescencia era más fuerte y pronto olvidaba mis pesadillas. La confirmación vino cuando vi su imagen por el noticiero, estaba de perfil y lo reconocí, aunque estaba canoso y gordo. Lo habían detenido como sospechoso. Al poco tiempo leí que lo habían liberado por falta de pruebas. Estaba libre e impune, pero yo no podía ir y acusarlo: reviviría aquellas pesadillas, recibiría el estigma social y me vería mezclado en una causa judicial.
Luego ingresé a la universidad a estudiar Psicología. Me di cuenta que me sentía atraído por la búsqueda de un exorcismo de mi propio fantasma, que me perseguía desde la infancia. Así conocí a Charly, que era compañero de estudio, y que en cierta noche de fiesta los dos, aburridos por ser malos bailarines y ebrios, comenzamos a purgar nuestros traumas. Me contó que cierta noche lluviosa, cuando tenía unos 6 o 7 años, lo enviaron a hacer un mandado a una despensa y al cruzar una esquina donde había un playón de máquinas viales, una retroexcavadora comenzó a hacerle señales de luces. Curioso se acercó y encontró a un sujeto cuya descripción coincidía con el que habitaba mis pesadillas. La diferencia radicaba en que a él lo sedujo con la promesa de subirlo a la cabina para que manejara la máquina y lo violó. Me quedé helado, mientras lo veía llorar. Le confesé que me había cruzado con ese tipo varias veces. El me contestó que sabía quien era y hasta cómo se llamaba: Evaristo Barnetche, un jubilado municipal. Lo abracé mientras lloraba, hermanado por el mismo dolor, y le prometí que lo mataríamos.
……………….
Pasaron las mesas de exámenes, las materias cursadas y aquella promesa se desvaneció. Un día Charly vino muy agitado y me contó que había ido como siempre a los consultorios de Salud Mental, donde realizaba prácticas, y allí se encontró con aquel demonio. Lo reconoció rápidamente, pero él no, habían pasado tantos años. Tenía casi 50 años y decía que lo atormentaba un llanto infantil, que lo volvía loco. Mi amigo se había tenido que morder hasta sangrar, para evitar gritar y saltarle al cuello, pero con una entereza admirable había continuado escuchándolo. Tomó nota de sus padecimientos y le pidió sus datos personales para una ficha, entre ellos su dirección. Ahora Charly quería que cumpliera la promesa.
………………….
Esa noche había llovido en Villa Juanita y las calles estaban llenas de charcos. Barnetche salió de su rancho en bicicleta, seguramente a emborracharse en alguna fonda y a buscar algún niño solitario. Con Charly habíamos esperado durante horas debajo de un algarrobo y lo seguimos en mi moto. Cruzamos callejuelas laberínticas y sin nombre hasta llegar al centro. El criminal terminó su periplo en un bar al paso de avenida San Martín, en los predios del ferrocarril. Nos sentamos en una vereda oscura de en frente a esperar. Al cabo de un par de horas de tomar vino, el negocio cerró y se marchó borracho, con su bicicleta al costado y encaminándose hacia las vías. Fuimos tras él. Garuaba y se formaba una especie de niebla; un tren insomne hacía maniobras y el convoy avanzaba y retrocedía, cortando el paso, con un ruido espectral en la oscuridad. Me daba la sensación de estar frente a un monstruo antediluviano quejándose en la noche. Nuestros pasos resonaban en el desolado playón cubierto de ripio húmedo y rápidamente lo alcanzamos.
-¿Quién son ustedes, carajo?, balbuceó esgrimiendo un cuchillo.
Sin una palabra lo rodeamos y mientras arrojaba cuchillazos al aire, me dio la espalda y lo patee. Cayó pesadamente y maquinalmente tomé su propio cuchillo y me senté sobre su pecho, inmovilizándolo. Sus ojos perversos ahora estaban teñidos de terror.
-No puedo hacerlo, le dije a Charly, mientras me incorporaba.
Él me quitó el cuchillo y de cuclillas lo interrogó:
-¿A cuántos mataste, hijo de mil puta? ¿A cuántos? ¿No te acuerdas de mí, de lo que me hiciste en el playón de máquinas de Villa Eloisa, en 1984? El otro lo miró con ojos desorbitados, como esforzándose en hacer memoria.
-¡No sé de qué me hablan, no tengo plata, déjenme en paz! –gritó.
Charly le clavó el cuchillo en el muslo y le ahogó su grito con la mano. Ahora Barnetche lloraba y sangraba.
-¡Dejalo y vamos a la mierda!, lo increpé.
Mi amigo entonces volvió a apuñalarlo, pero esta vez en la otra pierna.
-¡No sé, no sé cuántos fueron, perdí la cuenta! ¡Déjenme en paz, me duele!, -exclamó entre sollozos-. ¡Ellos me dejaron salir y hasta les conseguí algunos pendejos!
-¿De qué mierda hablas? ¿Quiénes son ellos?, -le pregunté pisándole el cuello.
-El juez y el comisario. A ellos también le gustan los chicos y les conseguí dos que llevaron a una finca y nunca más los volví a ver, -aulló entre lloriqueos-.
Nos miramos con Charly. Comprendimos por qué había sido impune durante tantos años.
Pensé en esas criaturas temblando de pavor y con los ojos llorosos, llamando inútilmente a sus madres, mientras eran vejados por esos demonios. Me di vuelta y caminé hacia San Martín, dejándolos solos. No podía volver a tocar a ese gusano.
La avenida estaba desierta y esperé unos minutos. Charly volvió a la carrera y me dijo que ya se habían vengado él y los demás changuitos. Que nunca lo encontrarían porque lo había arrojado en un pozo de agua abandonado y lo había tapado con piedras, amparado en la oscuridad. Teníamos las manos manchadas de sangre, pero habíamos llegado adónde la justicia no se atrevió. Huimos en la moto, convencidos de que la venganza recién empezaba.
Ir al cine era una aventura, no sólo por la marea de niños y adolescentes que pugnaban por entrar, sino por los ruidos, olores y personajes de toda calaña que llenaba la sala y que zapateaban acompañando el ritmo de la banda sonora, que silbaban, gritaban. El Renzi era uno de esos cines diseñado con la estructura de un teatro, con platea, palcos del sector familiar y “gallinero”. La mejor ubicación estaba en el sector familiar porque algunos palcos se encontraban cerca de la pantalla, no había cabezas que obstaculizaran la visión y sobre todo porque se estaba a cubierto de los proyectiles y escupitajos que algunos inadaptados arrojaban desde las zonas superiores. Esas tardes fueron reveladoras de otros mundos: El regreso del Jedi, El imperio contraataca, Tiburón, Pirañas, Furia de Titanes, Invasión de arañas asesinas, y muchas, muchísimas más de Kung Fu, que algunos changuitos practicaban a la salida.
Pero aquella tarde esa monotonía se alteró para siempre. En medio de la proyección fui a los baños y al regresar al palco vi inusualmente entreabierta la puerta que usaban los empleados del cine, al final del pasillo. La película de artes marciales era tan aburrida y repetitiva que no contuve la curiosidad y me fui a husmear: entré en el sector del escenario, que estaba detrás de la pantalla, apenas iluminado por el proyector. Cuando acostumbré los ojos distinguí una pared alta de ladrillos, el piso de parquet desgastado, las tramoyas que colgaban del techo y me quedé fascinado por la imagen invertida que refulgía en la pantalla. Fui al baño y cuando estaba por salir, me topé con un hombre de unos 30 años, corpulento y de mirada siniestra, con una cara antinaturalmente angulosa como la de un ave de rapiña, que se interpuso entre mí y la puerta. Sentí miedo, pero por fortuna llegó un grupo de niños que a los empujones lo hicieron ceder el paso. Sus ojos eran opacos, carentes de brillo, lo que le daba un aura de frialdad inquietante.
Volví al palco, aún perturbado por el percance, pero rápidamente me olvidé de aquella mirada helada. Ya proyectaban Buffalo Bill y en eso, percibí una nube en el sector alto, en diagonal a nosotros. Segundos después se encendieron las luces, se produjo una corrida y el pánico ganó la sala porque corrió la voz de incendio: empujones, cuerpos que caían aplastados, gritos, espanto. Esperamos a que se vaciara la sala y cuando salíamos le preguntamos a uno de los empleados qué había pasado: nos dijo que no había incendio alguno, sino que lo que se había levantado era polvillo de décadas, depositado en un ventanal que se había cerrado de golpe, en la zona de tertulia.
Fuimos a jugar una fichas en el Space Invaders, Pac Man y flippers de Plaza, que en esa época estaba en Besares, a la altura del alto nivel de la estación de trenes.
Luego salimos a deambular por la ciudad casi desierta por el frío y al encontrar una casona abandonada en calle Buenos Aires, decidí entrar a orinar. Caminé por habitaciones derruidas y sucias, hasta que entré en una especie de salón en penumbras. Mientras me bajaba el cierre oí un llanto apagado. Busqué con la mirada entre la semipenumbra, hasta descubrir unas siluetas que me habían pasado desapercibidas: algo se incorporó y distinguí un hombre que me miraba, y un haz de luz le dio un brillo siniestro a sus ojos. Era el mismo que había encontrado en los baños del cine y en el suelo había un niño. A pesar de mis 8 años, comprendí que algo muy malo ocurría ahí y corrí. Estaba tan aterrorizado que no fui capaz de contarles a los demás lo que había presenciado, sólo atinaba a rogar que el tipo no nos siguiera. Nos fuimos y al día siguiente me levanté temprano, para ir a la primaria de la Amadeo Jacques, en esos años en calle Avellaneda, y, como era ritual, tomé el diario y leí las tiras cómicas de Mandrake y Lorenzo y Pepita, en la contratapa del diario. Miré la tapa y me quedé sin aliento: ¡un titular hablaba de un niño al que habían matado por asfixia, después de ser violado, en una casa abandonada de calle Buenos Aires, en La Banda! Sentí como nunca el frío de la helada mientras caminaba hacia la escuela y no podía quitarme de la cabeza el remordimiento.
Guardé el secreto de aquella terrible tarde y pasaron los meses. La investigación judicial detuvo a varios sospechosos, pero todos terminaron libres. El crimen que causó conmoción cayó en el olvido, en aquellos tiempos en los cuales gran parte de la sociedad prefería no preguntar demasiado.
………….
Los años se sucedieron y nos mudamos. Retornó poco después la democracia con algarabía en las calles, algo que no comprendía demasiado entonces, dado que gran parte de mi infancia había transcurrido en Dictadura. De esa época recordaba viajes en colectivo cuando veníamos de Salta, donde vivíamos, en los que irrumpían militares con ametralladoras y obligaban a todos los adultos a bajar y ponerse contra la pared del vehículo con brazos y piernas abiertos, mientras los requisaban, apuntados por armas. Arriba quedaban niños y bebés llorando a gritos, que no entendían lo que sucedía. O evoco los helicópteros artillados y pucarás que sobrevolaban Tucumán para descargar su furia en los cerros cercanos. Luego, la recuperación de Las Malvinas, con una euforia popular que se exacerbaba en la escuela, donde todos los días al formar cantábamos la marcha “Tras su manto de neblinas, no las hemos de olvidar/ ¡Las Malvinas, Argentinas!, clama el viento y ruge el mar”. Esa guerra que se vivía como un partido de fútbol, con un marcador a favor de nuestros soldados en batallas, derribo de aviones y hundimiento de naves, que yo anotaba en una libretita. Hasta que llegó aquella triste y gris tarde del 14 de junio, cuando mi hermano y yo escuchamos de nuestro padre la noticia: la guerra había terminado y los ingleses habían ganado.
Tantos sucesos me hicieron olvidar aquella mirada asesina. Cierta tarde la maestra de cuarto de la Normal nos llevó a la plaza Belgrano para que dibujáramos el busto del prócer. Yo tenía cierta destreza para dibujar y rápidamente mis compañeros me rodearon para ver la imagen que delineaba en la carpeta. También se acercaron unos empleados municipales que cuidaban la plaza, que comenzaron a elogiarme. Uno de ellos se mostraba muy halagador e insistía en que lo acompañara a un depósito debajo de un escenario, para que me mostrara un ángulo distinto de la estatua. Estaba tan deleitado que no me daba cuenta. El porteño Dante, que se había incorporado un año antes conmigo y tenía más experiencia en la calle y sus peligros, me susurró al oído que ni se me ocurriera acompañarlo, que era un pervertido. La maestra se arrimó al rato al ver el revuelo y nos condujo de vuelta a la escuela. Cuando me iba el hombre me saludó y algo me heló la sangre: ¡era él! Ya no sonreía ni se esforzaba por ser simpático, su mirada era otra vez helada. Corrí hasta adelantarme al grupo.
………
Unos años después, otra noticia volvió a conmover: habían hallado a dos hermanitos, varón y mujer, ahogados en el canal y luego se descubrió que habían sido abusados sexualmente. Inmediatamente pensé que había sido aquel criminal impune. Lamentablemente el tiempo y las distracciones me hicieron olvidar el episodio, al igual que a la mayoría de la sociedad, y aquel doble crimen quedó sin culpables. Ya era un adolescente que buscaba su primer amor en los “vermouth danzantes” de la biblioteca Rivadavia, Olímpico y el Automóvil Club. Con Miky entrenábamos taekwondo en la Unión Ferroviaria y nos dedicábamos a dibujar historietas. Con unos amigos de mi hermano volvimos al cine Renzi, pero esta vez a la trasnoche, simulando yo ser mayor de edad bajo la vista gorda de los boleteros, para ver películas de terror y condicionadas. En aquellos tiempos volví a encontrar en los diarios más niños muertos y abusados, que aparecían esporádicamente a la vera de una ruta, en un canal o en medio del monte. Sospechaba que era el mismo criminal, pero la ebullición de la adolescencia era más fuerte y pronto olvidaba mis pesadillas. La confirmación vino cuando vi su imagen por el noticiero, estaba de perfil y lo reconocí, aunque estaba canoso y gordo. Lo habían detenido como sospechoso. Al poco tiempo leí que lo habían liberado por falta de pruebas. Estaba libre e impune, pero yo no podía ir y acusarlo: reviviría aquellas pesadillas, recibiría el estigma social y me vería mezclado en una causa judicial.
Luego ingresé a la universidad a estudiar Psicología. Me di cuenta que me sentía atraído por la búsqueda de un exorcismo de mi propio fantasma, que me perseguía desde la infancia. Así conocí a Charly, que era compañero de estudio, y que en cierta noche de fiesta los dos, aburridos por ser malos bailarines y ebrios, comenzamos a purgar nuestros traumas. Me contó que cierta noche lluviosa, cuando tenía unos 6 o 7 años, lo enviaron a hacer un mandado a una despensa y al cruzar una esquina donde había un playón de máquinas viales, una retroexcavadora comenzó a hacerle señales de luces. Curioso se acercó y encontró a un sujeto cuya descripción coincidía con el que habitaba mis pesadillas. La diferencia radicaba en que a él lo sedujo con la promesa de subirlo a la cabina para que manejara la máquina y lo violó. Me quedé helado, mientras lo veía llorar. Le confesé que me había cruzado con ese tipo varias veces. El me contestó que sabía quien era y hasta cómo se llamaba: Evaristo Barnetche, un jubilado municipal. Lo abracé mientras lloraba, hermanado por el mismo dolor, y le prometí que lo mataríamos.
……………….
Pasaron las mesas de exámenes, las materias cursadas y aquella promesa se desvaneció. Un día Charly vino muy agitado y me contó que había ido como siempre a los consultorios de Salud Mental, donde realizaba prácticas, y allí se encontró con aquel demonio. Lo reconoció rápidamente, pero él no, habían pasado tantos años. Tenía casi 50 años y decía que lo atormentaba un llanto infantil, que lo volvía loco. Mi amigo se había tenido que morder hasta sangrar, para evitar gritar y saltarle al cuello, pero con una entereza admirable había continuado escuchándolo. Tomó nota de sus padecimientos y le pidió sus datos personales para una ficha, entre ellos su dirección. Ahora Charly quería que cumpliera la promesa.
………………….
Esa noche había llovido en Villa Juanita y las calles estaban llenas de charcos. Barnetche salió de su rancho en bicicleta, seguramente a emborracharse en alguna fonda y a buscar algún niño solitario. Con Charly habíamos esperado durante horas debajo de un algarrobo y lo seguimos en mi moto. Cruzamos callejuelas laberínticas y sin nombre hasta llegar al centro. El criminal terminó su periplo en un bar al paso de avenida San Martín, en los predios del ferrocarril. Nos sentamos en una vereda oscura de en frente a esperar. Al cabo de un par de horas de tomar vino, el negocio cerró y se marchó borracho, con su bicicleta al costado y encaminándose hacia las vías. Fuimos tras él. Garuaba y se formaba una especie de niebla; un tren insomne hacía maniobras y el convoy avanzaba y retrocedía, cortando el paso, con un ruido espectral en la oscuridad. Me daba la sensación de estar frente a un monstruo antediluviano quejándose en la noche. Nuestros pasos resonaban en el desolado playón cubierto de ripio húmedo y rápidamente lo alcanzamos.
-¿Quién son ustedes, carajo?, balbuceó esgrimiendo un cuchillo.
Sin una palabra lo rodeamos y mientras arrojaba cuchillazos al aire, me dio la espalda y lo patee. Cayó pesadamente y maquinalmente tomé su propio cuchillo y me senté sobre su pecho, inmovilizándolo. Sus ojos perversos ahora estaban teñidos de terror.
-No puedo hacerlo, le dije a Charly, mientras me incorporaba.
Él me quitó el cuchillo y de cuclillas lo interrogó:
-¿A cuántos mataste, hijo de mil puta? ¿A cuántos? ¿No te acuerdas de mí, de lo que me hiciste en el playón de máquinas de Villa Eloisa, en 1984? El otro lo miró con ojos desorbitados, como esforzándose en hacer memoria.
-¡No sé de qué me hablan, no tengo plata, déjenme en paz! –gritó.
Charly le clavó el cuchillo en el muslo y le ahogó su grito con la mano. Ahora Barnetche lloraba y sangraba.
-¡Dejalo y vamos a la mierda!, lo increpé.
Mi amigo entonces volvió a apuñalarlo, pero esta vez en la otra pierna.
-¡No sé, no sé cuántos fueron, perdí la cuenta! ¡Déjenme en paz, me duele!, -exclamó entre sollozos-. ¡Ellos me dejaron salir y hasta les conseguí algunos pendejos!
-¿De qué mierda hablas? ¿Quiénes son ellos?, -le pregunté pisándole el cuello.
-El juez y el comisario. A ellos también le gustan los chicos y les conseguí dos que llevaron a una finca y nunca más los volví a ver, -aulló entre lloriqueos-.
Nos miramos con Charly. Comprendimos por qué había sido impune durante tantos años.
Pensé en esas criaturas temblando de pavor y con los ojos llorosos, llamando inútilmente a sus madres, mientras eran vejados por esos demonios. Me di vuelta y caminé hacia San Martín, dejándolos solos. No podía volver a tocar a ese gusano.
La avenida estaba desierta y esperé unos minutos. Charly volvió a la carrera y me dijo que ya se habían vengado él y los demás changuitos. Que nunca lo encontrarían porque lo había arrojado en un pozo de agua abandonado y lo había tapado con piedras, amparado en la oscuridad. Teníamos las manos manchadas de sangre, pero habíamos llegado adónde la justicia no se atrevió. Huimos en la moto, convencidos de que la venganza recién empezaba.
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