El fiscal R. me reveló cierto día uno de los casos más terribles en el que había intervenido y que lo afectó profundamente, a pesar de haber actuado en numerosos crímenes en su larga historia en la justicia. Lo recordó en una visita de rutina que como periodista hice por su despacho y después tomar un café y de hablar de distintas causas, comenzó a filosofar sobre el concepto del mal. “Estoy convencido que tanto el bien como el mal están dentro cada ser humano y que ante determinadas circunstancias aflora lo mejor o lo peor de nosotros. No hay ni ángeles ni demonios que guíen nuestro actos”, expuso. Coincidí plenamente con su postura, pero en la cuestión de fondo difería con él por ser ateo, mientras que R. era un ferviente católico y creía en el libre albedrío.
“El límite del mal es un tema que me desvela: durante años he cubierto muchas causas de crímenes resonantes, pero mi capacidad de asombro no se agota. No deja de sorprenderme la perversidad que surge cada tanto y estremece por su inventiva”, le dije.
“Recuerdo un expediente en el que me tocó participar en 2007 y que me perturba hasta el día de hoy”, comenzó, al tiempo que su rostro se ensombrecía. Buscó en un armario atestado de expedientes hasta que encontró uno y me lo entregó.
“Se trataba de un juicio por un abuso sexual cometido por un sujeto de 51 años, en el interior, que parecía un trámite más en la cámara. Pero ya en la primera audiencia surgió un dato: el acusado ya había sido condenado por un doble homicidio y abuso sexual. Me interesó el antecedente porque podía declarar la reincidencia, por lo que mandé a pedir al archivo esa causa de 1978. No imaginé que me encontraría allí una historia que viene a cuento con lo que hablábamos de los límites de la maldad:
El imputado, de apellido Bustos, vivía en un paraje rural del interior santiagueño y junto con su hermano menor habían sido enrolados en el ejército, fuera de la provincia. En un franco volvieron en tren y esa primera noche se emborracharon con una mujer y un vecino, con los que tenían parentesco lejano, como sucede habitualmente en el campo, donde las familias viven disgregadas en ranchos cercanos. Ya entrada la madrugada se les terminó el vino y los hermanos quedaron con ganas de continuar bebiendo. Los otros se fueron y aunque primero se sospechó de alguna participación en los terribles acontecimientos que siguieron, no se pudo comprobar nada.
Los hermanos Bustos –según lo confesaron en sus indagatorias– resolvieron acudir a la casa de unos tíos ancianos que tenían uno de esos almacenes de ramos generales típicos de la campaña, en el medio del monte. En la noche de luna llegaron a pie y despertaron a los viejos para comprarles vino, pero los corrieron por molestarlos a deshora.
Pero los hermanos Bustos no se fueron lejos. Acecharon la casa un buen rato, hasta que vieron salir a la mujer en dirección al baño, que siempre se ubica separado de la vivienda principal. La tía, de unos sesenta años, salió en camisón y se debe haber llevado un gran susto cuando se encontró con ellos de repente. Los echó a los gritos y el ahora acusado en el juicio se le arrojó encima y la derribó. Ya en el suelo comenzaron a golpearla con palos, hasta dejarla inconsciente.
Adentro del rancho su esposo, que tenía una ceguera parcial, se despertó por los gritos y comenzó a llamar a la mujer desde su cama. El mayor entró al rancho y también lo desmayó a palazos. Ya se unió a él el otro cómplice y comenzaron la rapiña: les robaron dinero y un cajón de botellas de vino. Y como si tanto ultraje fuera poco, cuando se iban, los dos violaron a la mujer inconsciente en el patio de tierra.
Se fueron al monte a beber y horas después, cuando se les acabó el vino, regresaron por más. Sus tíos seguían inconscientes y sus sobrinos, luego de apoderarse de más bebidas alcohólicas, decidieron acabar su tarea: el mayor degolló al anciano en su cama y el acusado volvió a violar a su tía y también la degolló. Actuaron como chacales sedientos de sangre, se deben haber sentido todopoderosos. Vaya uno a saber cuál fue el móvil, viejos rencores, resentimiento por las humillaciones que ellos habrán sufrido en la conscripción, no lo sé. Ahí están las fotos de la matanza”, me señaló en el expediente. Lo hojee hasta encontrar las fotografías tomadas por algún agente de criminalística y en ellas se veía el cadáver del anciano de ojos vidriosos en su catre, casi sentado, con una herida en el cuello. A continuación la mujer caída y con sus ropas destruidas, sus manos crispadas, y un gesto de horror en el rostro contraído. La tierra a su alrededor oscurecida por una mancha de sangre. No pude mirar más, sentí repulsión y también que vulneraba la intimidad de las víctimas.
“Los condenaron a reclusión perpetua por doble homicidio simple solamente, dado que los jueces entonces consideraron que el abuso sexual no se consumó porque la víctima murió al ser apaleada –la necrofilia no es delito para el Código Penal–, criterio con el que discrepo porque en las fotos se ve que al ser degollada se desangró, lo que quiere decir que su corazón latía aún. ¡Estaba viva! Pero por esas cosas de la burocracia, se les conmutó la pena a 19 años y salieron después de trece años de cárcel, después de tremendos crímenes”, –explicó indignado R.
“En el juicio por el abuso que Bustos cometió en 2005 pedí 15 años y el tribunal le dio 11. En este caso, violó a una vecina cuando su concubino se había marchado y le dio una golpiza. La mujer se salvó de milagro porque pudo haberla matado también, como a su tía, que tenía aproximadamente la misma edad. Es como si fuera una fijación, no creo que sea coincidencia. Pero el mal nos sorprende cada día con algo nuevo, con un caso más espeluznante que el otro”.
Me despedí del fiscal y me fui consternado. Todavía no puedo borrar de mi mente las imágenes de las víctimas de aquella noche de horror y muerte: pienso que R. me convirtió, al compartir apenas una muestra del mal, en compañero involuntario de aquella carga de pesadilla. Y cada vez estoy más seguro de que no puede haber un dios que tolere estas y tantas incontables masacres en la historia de la humanidad.
(* Basada en un caso real).
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