domingo, 10 de octubre de 2010

El fuego inolvidable

El cuartel de bomberos en Dorrego y Taboada parecía crepitar bajo el sol impiadoso de aquella siesta del verano de 1991. La jornada había comenzado bien temprano, a las 7, y después de baldear todos los pisos de punta a punta, tomar mates, hacer trámites, cocinar, comer, limpiar los vehículos, etcétera, no quedaba mucho más por hacer. La radiación solar dilataba las chapas del techo, las paredes quemaban y no había rincón en donde hallar refugio, bajo un cielo luminoso que parecía arrojar toneladas de aire sofocante sobre los seres vivientes que se arrastraban penosamente por el suelo.
Con ese clima, los bomberos veteranos ya nos habían advertido que habría acción: lo sabían por la combinación de calor intenso, viento Norte fuerte y sequedad. Para un novato como yo era lo mismo que escuchar a las abuelas augurar que llovería mientras miraba incrédulo el cielo límpido. Sin embargo, me mantuve alerta porque podía ser mi bautismo de fuego. El teléfono no tardó en sonar cerca de las 15: había un incendio de monte en Villa Robles. El sargento me asignó con la dotación y partimos en la autobomba a toda velocidad y con la sirena ululante, que me hacía fluir la adrenalina. Cargamos combustible y nos aprovisionamos de agua para beber en la estación de servicios. Salimos a la ruta 1 y luego de unos cuarenta minutos de viaje divisamos una columna de humo que surgía de la espesa vegetación a uno de los costados de la ruta. Ingresamos por un camino vecinal a los vericuetos del monte hasta que el camión ya no pudo avanzar más porque no quedaba más que una picada estrecha. Todavía estábamos a unos 300 metros del fuego y tuvimos que cargar las herramientas de zapa y trotar hasta el frente de llamas. Cuando llegamos, me llamó la atención que el fuego ya parecía extinguido, calmo. Me sentí decepcionado por tanto alboroto por un incendio que se había apagado antes que llegáramos. Los bomberos más veteranos se internaron en una especie de cueva natural formada por el follaje y empezaron a cavar con picos y palas los cortafuegos, para detener la acción de las llamas. Entonces ocurrió algo extraño, que no duró más que unos pocos segundos. Percibí un rumor encima de nosotros y vi que el aire hasta entonces aquietado se iba transformando en un viento que comenzó a agitar la hojarasca seca. Las ramas de los árboles se mecieron y entonces percibí un crepitar bajo que luego se transformó casi en un rugido; la quietud se deshizo y todo cobró vida. Las llamas envolvían todo y alcancé a ver que mis compañeros que estaban más adelantados escapar desesperados, a los tropezones, mientras el túnel vegetal se convertía en fuego. La radiación del calor me quemaba la cara y el pecho bajo el mameluco. Me quedé estupefacto. Cuando el grupo logró ponerse a salvo, retrocedimos hasta el descampado para la siembra, que nos había dado una retaguardia segura, asfixiados y cegados por el humo. El enfermero me mandó a que fuera a buscar la radio que se había olvidado en el camión, porque sería grave que nos ocurriera algo y quedáramos incomunicados. Corrí por la zona desmontada hasta que me frenaron los gritos. El sargento me llamaba, pensaba que me había asustado y me ordenó que me quedara a ayudar. No escuchó mis explicaciones, dominado por la impotencia porque no se podía hacer nada para detener la quemazón. La autobomba estaba demasiado lejos y no llegaríamos con las mangas extendidas para arrojar agua. Avanzamos en forma paralela al fuego y descubrimos que a unos cincuenta metros las llamas morían en un canal revestido. El sargento nos ordenó explorar los daños que había dejado su paso y subimos al vehículo, pero ahí descubrimos que alguien había hurtado la radio que yo iba a buscar cuando me ordenaron regresar. Volvimos a la ruta y dimos un rodeo. Encontramos a una anciana que lloraba rodeada por unos niños. Se lamentaba porque su rancho había quedado en el camino del incendio. Caminamos por un bosque arrasado por el fuego, calcinado y cubierto de humo, donde había numerosos animales muertos. Los borceguíes hacían crujir los tizones todavía encendidos de los matorrales y agradecí tener un calzado de planta alta. Avanzamos hasta descubrir una especie de isla de verdor en medio de tanta desolación: era el rancho de la mujer, que había sido rodeado por las llamas, pero que permanecía intacto. “Es un milagro”, sentenció el sargento; los demás asentimos en silencio.
Luego de examinar la zona y comprobar que los daños no habían sido graves y que el fuego se extinguía en el curso del agua resolvimos regresar. En el camino, mis compañeros bromeaban porque en mi bautismo de fuego había salido corriendo. Me ofendí y no les contesté, aunque me molestó aún más que el enfermero no interviniera para aclarar que en realidad él me había enviado a rescatar la radio que se olvidó y que finalmente se perdió. El sargento era el único que no reía. Mientras desandábamos la ruta se acordó del día más funesto en la historia del cuerpo. Nos hizo dar cuenta de los peligros a los que estábamos expuestos y de la importancia de trabajar en equipo, sin descuidar los detalles que en esas situaciones hacen la diferencia entre la vida y la muerte, como olvidar una radio cuando el fuego pudo rodearnos. Contó que un año antes, en un dantesco incendio de una cooperativa de algodón, uno de sus compañeros murió cuando intentaba armar una línea en los techos de chapa, que cedieron bajo su peso y se hundió en la fibra ardiente, sin que sus compañeros pudieran hacer nada. Nadie dijo una palabra el resto del camino.

1 comentario:

  1. me encantó el cuento.
    el protagonista me gusta mucho.creo q es un personaje profundo, q va creciendo a medida q escribes nuevos relatos y q en cada historia demuestra q tiene múltiples facetas, con contrariedades, defectos y virtudes.

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