lunes, 4 de octubre de 2010

El italiano “trucho”

“¡Vamos a Frías!”, propuso uno del grupo, mientras terminábamos de comer y beber en una pizzería de calle Irigoyen. Era un sábado a la noche de febrero de 1995 y los cinco teníamos dinero porque acabábamos de cobrar por un trabajo de encuestas. (Tiempos inestables aquellos, cuando la intervención de Schiaretti quería perpetuarse y Juárez buscaba volver). Otro ofreció su automóvil y propuso que pagáramos el combustible entre todos. Con algunas dudas acepté y rápidamente nos encontramos en la ruta 64. Fueron dos horas de bromas y risas hasta que llegamos a Choya y cruzamos el pueblo sin ver a un solo ser humano, pese a que todavía no era la medianoche. A uno del grupo se le ocurrió que era un pueblo fantasma y que debía haber un centinela que todas las noches encendía las luces para hacer creer que estaba habitado. Nos reímos. Les dije que algún día escribiría un cuento con su idea. Finalmente llegamos a Frías y el conductor buscó sintonizar una radio, hasta que sonó “Viernes 3 AM”, de Serú Giran:
“Y llevas el caño a tu sien,
apretando bien las muelas,
y cierras los ojos y ves
todo el mar en primavera
bang, bang, bang
hojas muertas que caen,
siempre igual,
los que no pueden más
se van”.
Luego siguió “Mate Kusadai” de King Crimson. No podía creer que en aquel rincón de Santiago escuchara esa música.
Dimos la vuelta de perro en la plaza principal y desde los bares nos miraban como forasteros que éramos. Al rato entramos a un boliche de moda, que se llenó con el paso de las horas. La relativa ventaja de visitantes no nos acompañó esa noche porque dimos vueltas y vueltas sin poder bailar, por lo que enseguida nos encontramos en la barra para beber frustrados. El ideólogo del viaje se encontró con una amiga y los demás nos dispersamos, cada uno a su suerte. Deambulé en el amontonamiento, el calor asfixiante, el roce de cuerpos transpirados, las luces estroboscópicas, la música ensordecedora, enfrentando con descaro patético a toda mujer que se cruzara. Pero sólo logré que de la nada apareciera un patovica que me amenazó con expulsarme de manera poco elegante si seguía molestando a las chicas. No me quedó más que volver a beber. Un rato después tomé coraje y ebrio subí al primer piso. La vi apoyada contra la pared, en las penumbras y sin pensarlo demasiado la encaré con un “vuoi ballare con mè?”, susurrado a los oídos, con el mejor italiano que me habían dado tres años en la Dante Alighieri. “¿Quéeee?”, atinó a responder. “Ya está, ya capté su atención con el efecto sorpresa”, pensé. Volví a repetir mi invitación y procuré hacerme entender con un cocoliche calculado. Yo era un italiano venido de Calabria (fue la primera región que me vino a la cabeza evocando la pizza que habíamos comido un rato antes) y que estaba de visita en Santiago. La charla en italiano fluido pareció convencerla de que realmente era italiano y salimos a bailar. Luego charlamos horas debajo de un árbol y volvimos a bailar lentos. Hablé y hablé, mezclando el italiano y el castellano para lograr su atención. “Ho attraversato gli oceani del tempo per essere qui, con tè”, remedé al Drácula de Bram Stoker. Le hice entender que había atravesado océanos de tiempo para estar con ella y sucumbió a mis besos. Como enamorados pasamos el resto de la noche, ante la atónita mirada del resto de mis amigos cuando pasaban. Una amigas se la llevaron de mis brazos y me despedí con un “ti chiamo cualque giorno”, acompañando la frase con el gesto inequívoco de hablar por teléfono, mientras las demás me miraban con a un E.T. Cuando me reencontré con el grupo les conté de mi aventura y uno remató el relato con “sos un italiano trucho”, que provocó un estallido de risas. Continuamos el periplo hasta una casa donde el autor intelectual del viaje se internó con su amiga en una de las habitaciones. Nos quedamos esperando un largo rato en el living, tan aburridos como las amigas de su amiga, que a la luz descarnada se veían tan poco atractivas que ninguno amagó siquiera con proponerles imitar a la parejita encerrada en la pieza. Yo solamente pensaba en ella: “Soledad, il tuo nome significa solitudine”, le había dicho. Salimos afuera a fumar y entonces apareció un grupo enardecido. Algunas eran mujeres que gritaban “¡ése es, ése es!” apuntándome a mí… sentí un frío en la espalda. Los hombres avanzaron y en sus manos destellaron navajas. Detrás alcancé a ver a Soledad, que lloraba. Los tipos resultaron ser el novio y los hermanos enfurecidos porque la había engañado. Me habían desenmascarado después que ella les contó a sus amigas que yo presuntamente era un italiano romántico venido de Calabria y alguna de ellas había recordado que yo la acosé para que saliera a bailar y ante su negativa la había mandado a pasear en perfecto castellano santiagueñizado. Pensé que la larga mano de la justicia me había alcanzado con la vendetta de esos capulettos que querían lavar la afrenta al más típico estilo siciliano. El compañero de travesía que estaba adentro de la casa tuvo que suspender sus escarceos y salió con los pantalones hasta la rodilla al oír el tumulto. Aterrorizado al ver tantas armas blancas intentó huir hacia el auto, pero lo frenaron los matones. Entonces avancé resuelto hacia Soledad mientras blandían los filos cerca de mi cara y me insultaban. Llegué a dos pasos de ella, que escondía la mirada en el hombro de una amiga y le pedí perdón. Le conté de nuestra travesía, de las desventuras de aquella noche que resultó inolvidable tras haberla conocido. Que la caradurez inicial había dado paso a la ternura, al deseo de tratarla de una manera diferente a la que había estado habituada en su vida. Que solamente había pensado en ella desde que nos separamos. Recién entonces me miró y, después de vacilar unos segundos, les dijo a los demás “déjenlos”. Uno que debía ser su novio, por la ferocidad que da el amor propio herido, acercó su cara a milímetros de la mía, tan es así que sentía su aliento etílico entremezclado con chicle de menta, y después de insultar a mis ancestros me advirtió que no volviera más a Frías, porque sino, no saldría vivo. Subimos al auto a la carrera y mientras huíamos a toda velocidad intenté mirarla por última vez, pero ocultó el rostro en el cabello de su amiga. Salimos de la ciudad al amanecer y me dormí. Viajamos sin decir una palabra, hasta que nos quedamos dormidos. Repentinamente me despertó una violenta frenada. Miré sobresaltado para todos lados y descubrí que el auto había quedado en marcha en medio de la ruta. Yo iba del lado del acompañante y vi que el conductor se había bajado y caminaba por el pavimento aspirando grandes bocanadas de aire. “Me dormí”, me dijo al retornar al volante y cerrar la puerta con estruendo. “Casi nos matamos y esos hijos de puta ni se mosquearon”, masculló, aludiendo a los que viajaban atrás. Los miré y vi que era cierto: continuaban roncando. Entonces me volví a dormir murmurando “Solitudine, Solitudine”.

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