El fiscal R. me reveló cierto día uno de los casos más terribles en el que había intervenido y que lo afectó profundamente, a pesar de haber actuado en numerosos crímenes en su larga historia en la justicia. Lo recordó en una visita de rutina que como periodista hice por su despacho y después tomar un café y de hablar de distintas causas, comenzó a filosofar sobre el concepto del mal. “Estoy convencido que tanto el bien como el mal están dentro cada ser humano y que ante determinadas circunstancias aflora lo mejor o lo peor de nosotros. No hay ni ángeles ni demonios que guíen nuestro actos”, expuso. Coincidí plenamente con su postura, pero en la cuestión de fondo difería con él por ser ateo, mientras que R. era un ferviente católico y creía en el libre albedrío.
“El límite del mal es un tema que me desvela: durante años he cubierto muchas causas de crímenes resonantes, pero mi capacidad de asombro no se agota. No deja de sorprenderme la perversidad que surge cada tanto y estremece por su inventiva”, le dije.
“Recuerdo un expediente en el que me tocó participar en 2007 y que me perturba hasta el día de hoy”, comenzó, al tiempo que su rostro se ensombrecía. Buscó en un armario atestado de expedientes hasta que encontró uno y me lo entregó.
“Se trataba de un juicio por un abuso sexual cometido por un sujeto de 51 años, en el interior, que parecía un trámite más en la cámara. Pero ya en la primera audiencia surgió un dato: el acusado ya había sido condenado por un doble homicidio y abuso sexual. Me interesó el antecedente porque podía declarar la reincidencia, por lo que mandé a pedir al archivo esa causa de 1978. No imaginé que me encontraría allí una historia que viene a cuento con lo que hablábamos de los límites de la maldad:
El imputado, de apellido Bustos, vivía en un paraje rural del interior santiagueño y junto con su hermano menor habían sido enrolados en el ejército, fuera de la provincia. En un franco volvieron en tren y esa primera noche se emborracharon con una mujer y un vecino, con los que tenían parentesco lejano, como sucede habitualmente en el campo, donde las familias viven disgregadas en ranchos cercanos. Ya entrada la madrugada se les terminó el vino y los hermanos quedaron con ganas de continuar bebiendo. Los otros se fueron y aunque primero se sospechó de alguna participación en los terribles acontecimientos que siguieron, no se pudo comprobar nada.
Los hermanos Bustos –según lo confesaron en sus indagatorias– resolvieron acudir a la casa de unos tíos ancianos que tenían uno de esos almacenes de ramos generales típicos de la campaña, en el medio del monte. En la noche de luna llegaron a pie y despertaron a los viejos para comprarles vino, pero los corrieron por molestarlos a deshora.
Pero los hermanos Bustos no se fueron lejos. Acecharon la casa un buen rato, hasta que vieron salir a la mujer en dirección al baño, que siempre se ubica separado de la vivienda principal. La tía, de unos sesenta años, salió en camisón y se debe haber llevado un gran susto cuando se encontró con ellos de repente. Los echó a los gritos y el ahora acusado en el juicio se le arrojó encima y la derribó. Ya en el suelo comenzaron a golpearla con palos, hasta dejarla inconsciente.
Adentro del rancho su esposo, que tenía una ceguera parcial, se despertó por los gritos y comenzó a llamar a la mujer desde su cama. El mayor entró al rancho y también lo desmayó a palazos. Ya se unió a él el otro cómplice y comenzaron la rapiña: les robaron dinero y un cajón de botellas de vino. Y como si tanto ultraje fuera poco, cuando se iban, los dos violaron a la mujer inconsciente en el patio de tierra.
Se fueron al monte a beber y horas después, cuando se les acabó el vino, regresaron por más. Sus tíos seguían inconscientes y sus sobrinos, luego de apoderarse de más bebidas alcohólicas, decidieron acabar su tarea: el mayor degolló al anciano en su cama y el acusado volvió a violar a su tía y también la degolló. Actuaron como chacales sedientos de sangre, se deben haber sentido todopoderosos. Vaya uno a saber cuál fue el móvil, viejos rencores, resentimiento por las humillaciones que ellos habrán sufrido en la conscripción, no lo sé. Ahí están las fotos de la matanza”, me señaló en el expediente. Lo hojee hasta encontrar las fotografías tomadas por algún agente de criminalística y en ellas se veía el cadáver del anciano de ojos vidriosos en su catre, casi sentado, con una herida en el cuello. A continuación la mujer caída y con sus ropas destruidas, sus manos crispadas, y un gesto de horror en el rostro contraído. La tierra a su alrededor oscurecida por una mancha de sangre. No pude mirar más, sentí repulsión y también que vulneraba la intimidad de las víctimas.
“Los condenaron a reclusión perpetua por doble homicidio simple solamente, dado que los jueces entonces consideraron que el abuso sexual no se consumó porque la víctima murió al ser apaleada –la necrofilia no es delito para el Código Penal–, criterio con el que discrepo porque en las fotos se ve que al ser degollada se desangró, lo que quiere decir que su corazón latía aún. ¡Estaba viva! Pero por esas cosas de la burocracia, se les conmutó la pena a 19 años y salieron después de trece años de cárcel, después de tremendos crímenes”, –explicó indignado R.
“En el juicio por el abuso que Bustos cometió en 2005 pedí 15 años y el tribunal le dio 11. En este caso, violó a una vecina cuando su concubino se había marchado y le dio una golpiza. La mujer se salvó de milagro porque pudo haberla matado también, como a su tía, que tenía aproximadamente la misma edad. Es como si fuera una fijación, no creo que sea coincidencia. Pero el mal nos sorprende cada día con algo nuevo, con un caso más espeluznante que el otro”.
Me despedí del fiscal y me fui consternado. Todavía no puedo borrar de mi mente las imágenes de las víctimas de aquella noche de horror y muerte: pienso que R. me convirtió, al compartir apenas una muestra del mal, en compañero involuntario de aquella carga de pesadilla. Y cada vez estoy más seguro de que no puede haber un dios que tolere estas y tantas incontables masacres en la historia de la humanidad.
(* Basada en un caso real).
miércoles, 22 de diciembre de 2010
domingo, 12 de diciembre de 2010
Nunca olvidaré esa mirada
Nunca olvidaré esa mirada, aquel domingo del crimen, en el invierno de 1980. Con mi hermano mayor y un amigo al que llamábamos Miky fuimos al cine Renzi, con la mensualidad que nos daba nuestro padre, como era un ritual en aquellos años sin televisión por cable ni Internet. En la matinée pasaban Búfalo Bill y una de Bruce Lee, cuyo nombre no recuerdo porque en aquella época dieron su filmografía completa y los nombres se me confunden.
Ir al cine era una aventura, no sólo por la marea de niños y adolescentes que pugnaban por entrar, sino por los ruidos, olores y personajes de toda calaña que llenaba la sala y que zapateaban acompañando el ritmo de la banda sonora, que silbaban, gritaban. El Renzi era uno de esos cines diseñado con la estructura de un teatro, con platea, palcos del sector familiar y “gallinero”. La mejor ubicación estaba en el sector familiar porque algunos palcos se encontraban cerca de la pantalla, no había cabezas que obstaculizaran la visión y sobre todo porque se estaba a cubierto de los proyectiles y escupitajos que algunos inadaptados arrojaban desde las zonas superiores. Esas tardes fueron reveladoras de otros mundos: El regreso del Jedi, El imperio contraataca, Tiburón, Pirañas, Furia de Titanes, Invasión de arañas asesinas, y muchas, muchísimas más de Kung Fu, que algunos changuitos practicaban a la salida.
Pero aquella tarde esa monotonía se alteró para siempre. En medio de la proyección fui a los baños y al regresar al palco vi inusualmente entreabierta la puerta que usaban los empleados del cine, al final del pasillo. La película de artes marciales era tan aburrida y repetitiva que no contuve la curiosidad y me fui a husmear: entré en el sector del escenario, que estaba detrás de la pantalla, apenas iluminado por el proyector. Cuando acostumbré los ojos distinguí una pared alta de ladrillos, el piso de parquet desgastado, las tramoyas que colgaban del techo y me quedé fascinado por la imagen invertida que refulgía en la pantalla. Fui al baño y cuando estaba por salir, me topé con un hombre de unos 30 años, corpulento y de mirada siniestra, con una cara antinaturalmente angulosa como la de un ave de rapiña, que se interpuso entre mí y la puerta. Sentí miedo, pero por fortuna llegó un grupo de niños que a los empujones lo hicieron ceder el paso. Sus ojos eran opacos, carentes de brillo, lo que le daba un aura de frialdad inquietante.
Volví al palco, aún perturbado por el percance, pero rápidamente me olvidé de aquella mirada helada. Ya proyectaban Buffalo Bill y en eso, percibí una nube en el sector alto, en diagonal a nosotros. Segundos después se encendieron las luces, se produjo una corrida y el pánico ganó la sala porque corrió la voz de incendio: empujones, cuerpos que caían aplastados, gritos, espanto. Esperamos a que se vaciara la sala y cuando salíamos le preguntamos a uno de los empleados qué había pasado: nos dijo que no había incendio alguno, sino que lo que se había levantado era polvillo de décadas, depositado en un ventanal que se había cerrado de golpe, en la zona de tertulia.
Fuimos a jugar una fichas en el Space Invaders, Pac Man y flippers de Plaza, que en esa época estaba en Besares, a la altura del alto nivel de la estación de trenes.
Luego salimos a deambular por la ciudad casi desierta por el frío y al encontrar una casona abandonada en calle Buenos Aires, decidí entrar a orinar. Caminé por habitaciones derruidas y sucias, hasta que entré en una especie de salón en penumbras. Mientras me bajaba el cierre oí un llanto apagado. Busqué con la mirada entre la semipenumbra, hasta descubrir unas siluetas que me habían pasado desapercibidas: algo se incorporó y distinguí un hombre que me miraba, y un haz de luz le dio un brillo siniestro a sus ojos. Era el mismo que había encontrado en los baños del cine y en el suelo había un niño. A pesar de mis 8 años, comprendí que algo muy malo ocurría ahí y corrí. Estaba tan aterrorizado que no fui capaz de contarles a los demás lo que había presenciado, sólo atinaba a rogar que el tipo no nos siguiera. Nos fuimos y al día siguiente me levanté temprano, para ir a la primaria de la Amadeo Jacques, en esos años en calle Avellaneda, y, como era ritual, tomé el diario y leí las tiras cómicas de Mandrake y Lorenzo y Pepita, en la contratapa del diario. Miré la tapa y me quedé sin aliento: ¡un titular hablaba de un niño al que habían matado por asfixia, después de ser violado, en una casa abandonada de calle Buenos Aires, en La Banda! Sentí como nunca el frío de la helada mientras caminaba hacia la escuela y no podía quitarme de la cabeza el remordimiento.
Guardé el secreto de aquella terrible tarde y pasaron los meses. La investigación judicial detuvo a varios sospechosos, pero todos terminaron libres. El crimen que causó conmoción cayó en el olvido, en aquellos tiempos en los cuales gran parte de la sociedad prefería no preguntar demasiado.
………….
Los años se sucedieron y nos mudamos. Retornó poco después la democracia con algarabía en las calles, algo que no comprendía demasiado entonces, dado que gran parte de mi infancia había transcurrido en Dictadura. De esa época recordaba viajes en colectivo cuando veníamos de Salta, donde vivíamos, en los que irrumpían militares con ametralladoras y obligaban a todos los adultos a bajar y ponerse contra la pared del vehículo con brazos y piernas abiertos, mientras los requisaban, apuntados por armas. Arriba quedaban niños y bebés llorando a gritos, que no entendían lo que sucedía. O evoco los helicópteros artillados y pucarás que sobrevolaban Tucumán para descargar su furia en los cerros cercanos. Luego, la recuperación de Las Malvinas, con una euforia popular que se exacerbaba en la escuela, donde todos los días al formar cantábamos la marcha “Tras su manto de neblinas, no las hemos de olvidar/ ¡Las Malvinas, Argentinas!, clama el viento y ruge el mar”. Esa guerra que se vivía como un partido de fútbol, con un marcador a favor de nuestros soldados en batallas, derribo de aviones y hundimiento de naves, que yo anotaba en una libretita. Hasta que llegó aquella triste y gris tarde del 14 de junio, cuando mi hermano y yo escuchamos de nuestro padre la noticia: la guerra había terminado y los ingleses habían ganado.
Tantos sucesos me hicieron olvidar aquella mirada asesina. Cierta tarde la maestra de cuarto de la Normal nos llevó a la plaza Belgrano para que dibujáramos el busto del prócer. Yo tenía cierta destreza para dibujar y rápidamente mis compañeros me rodearon para ver la imagen que delineaba en la carpeta. También se acercaron unos empleados municipales que cuidaban la plaza, que comenzaron a elogiarme. Uno de ellos se mostraba muy halagador e insistía en que lo acompañara a un depósito debajo de un escenario, para que me mostrara un ángulo distinto de la estatua. Estaba tan deleitado que no me daba cuenta. El porteño Dante, que se había incorporado un año antes conmigo y tenía más experiencia en la calle y sus peligros, me susurró al oído que ni se me ocurriera acompañarlo, que era un pervertido. La maestra se arrimó al rato al ver el revuelo y nos condujo de vuelta a la escuela. Cuando me iba el hombre me saludó y algo me heló la sangre: ¡era él! Ya no sonreía ni se esforzaba por ser simpático, su mirada era otra vez helada. Corrí hasta adelantarme al grupo.
………
Unos años después, otra noticia volvió a conmover: habían hallado a dos hermanitos, varón y mujer, ahogados en el canal y luego se descubrió que habían sido abusados sexualmente. Inmediatamente pensé que había sido aquel criminal impune. Lamentablemente el tiempo y las distracciones me hicieron olvidar el episodio, al igual que a la mayoría de la sociedad, y aquel doble crimen quedó sin culpables. Ya era un adolescente que buscaba su primer amor en los “vermouth danzantes” de la biblioteca Rivadavia, Olímpico y el Automóvil Club. Con Miky entrenábamos taekwondo en la Unión Ferroviaria y nos dedicábamos a dibujar historietas. Con unos amigos de mi hermano volvimos al cine Renzi, pero esta vez a la trasnoche, simulando yo ser mayor de edad bajo la vista gorda de los boleteros, para ver películas de terror y condicionadas. En aquellos tiempos volví a encontrar en los diarios más niños muertos y abusados, que aparecían esporádicamente a la vera de una ruta, en un canal o en medio del monte. Sospechaba que era el mismo criminal, pero la ebullición de la adolescencia era más fuerte y pronto olvidaba mis pesadillas. La confirmación vino cuando vi su imagen por el noticiero, estaba de perfil y lo reconocí, aunque estaba canoso y gordo. Lo habían detenido como sospechoso. Al poco tiempo leí que lo habían liberado por falta de pruebas. Estaba libre e impune, pero yo no podía ir y acusarlo: reviviría aquellas pesadillas, recibiría el estigma social y me vería mezclado en una causa judicial.
Luego ingresé a la universidad a estudiar Psicología. Me di cuenta que me sentía atraído por la búsqueda de un exorcismo de mi propio fantasma, que me perseguía desde la infancia. Así conocí a Charly, que era compañero de estudio, y que en cierta noche de fiesta los dos, aburridos por ser malos bailarines y ebrios, comenzamos a purgar nuestros traumas. Me contó que cierta noche lluviosa, cuando tenía unos 6 o 7 años, lo enviaron a hacer un mandado a una despensa y al cruzar una esquina donde había un playón de máquinas viales, una retroexcavadora comenzó a hacerle señales de luces. Curioso se acercó y encontró a un sujeto cuya descripción coincidía con el que habitaba mis pesadillas. La diferencia radicaba en que a él lo sedujo con la promesa de subirlo a la cabina para que manejara la máquina y lo violó. Me quedé helado, mientras lo veía llorar. Le confesé que me había cruzado con ese tipo varias veces. El me contestó que sabía quien era y hasta cómo se llamaba: Evaristo Barnetche, un jubilado municipal. Lo abracé mientras lloraba, hermanado por el mismo dolor, y le prometí que lo mataríamos.
……………….
Pasaron las mesas de exámenes, las materias cursadas y aquella promesa se desvaneció. Un día Charly vino muy agitado y me contó que había ido como siempre a los consultorios de Salud Mental, donde realizaba prácticas, y allí se encontró con aquel demonio. Lo reconoció rápidamente, pero él no, habían pasado tantos años. Tenía casi 50 años y decía que lo atormentaba un llanto infantil, que lo volvía loco. Mi amigo se había tenido que morder hasta sangrar, para evitar gritar y saltarle al cuello, pero con una entereza admirable había continuado escuchándolo. Tomó nota de sus padecimientos y le pidió sus datos personales para una ficha, entre ellos su dirección. Ahora Charly quería que cumpliera la promesa.
………………….
Esa noche había llovido en Villa Juanita y las calles estaban llenas de charcos. Barnetche salió de su rancho en bicicleta, seguramente a emborracharse en alguna fonda y a buscar algún niño solitario. Con Charly habíamos esperado durante horas debajo de un algarrobo y lo seguimos en mi moto. Cruzamos callejuelas laberínticas y sin nombre hasta llegar al centro. El criminal terminó su periplo en un bar al paso de avenida San Martín, en los predios del ferrocarril. Nos sentamos en una vereda oscura de en frente a esperar. Al cabo de un par de horas de tomar vino, el negocio cerró y se marchó borracho, con su bicicleta al costado y encaminándose hacia las vías. Fuimos tras él. Garuaba y se formaba una especie de niebla; un tren insomne hacía maniobras y el convoy avanzaba y retrocedía, cortando el paso, con un ruido espectral en la oscuridad. Me daba la sensación de estar frente a un monstruo antediluviano quejándose en la noche. Nuestros pasos resonaban en el desolado playón cubierto de ripio húmedo y rápidamente lo alcanzamos.
-¿Quién son ustedes, carajo?, balbuceó esgrimiendo un cuchillo.
Sin una palabra lo rodeamos y mientras arrojaba cuchillazos al aire, me dio la espalda y lo patee. Cayó pesadamente y maquinalmente tomé su propio cuchillo y me senté sobre su pecho, inmovilizándolo. Sus ojos perversos ahora estaban teñidos de terror.
-No puedo hacerlo, le dije a Charly, mientras me incorporaba.
Él me quitó el cuchillo y de cuclillas lo interrogó:
-¿A cuántos mataste, hijo de mil puta? ¿A cuántos? ¿No te acuerdas de mí, de lo que me hiciste en el playón de máquinas de Villa Eloisa, en 1984? El otro lo miró con ojos desorbitados, como esforzándose en hacer memoria.
-¡No sé de qué me hablan, no tengo plata, déjenme en paz! –gritó.
Charly le clavó el cuchillo en el muslo y le ahogó su grito con la mano. Ahora Barnetche lloraba y sangraba.
-¡Dejalo y vamos a la mierda!, lo increpé.
Mi amigo entonces volvió a apuñalarlo, pero esta vez en la otra pierna.
-¡No sé, no sé cuántos fueron, perdí la cuenta! ¡Déjenme en paz, me duele!, -exclamó entre sollozos-. ¡Ellos me dejaron salir y hasta les conseguí algunos pendejos!
-¿De qué mierda hablas? ¿Quiénes son ellos?, -le pregunté pisándole el cuello.
-El juez y el comisario. A ellos también le gustan los chicos y les conseguí dos que llevaron a una finca y nunca más los volví a ver, -aulló entre lloriqueos-.
Nos miramos con Charly. Comprendimos por qué había sido impune durante tantos años.
Pensé en esas criaturas temblando de pavor y con los ojos llorosos, llamando inútilmente a sus madres, mientras eran vejados por esos demonios. Me di vuelta y caminé hacia San Martín, dejándolos solos. No podía volver a tocar a ese gusano.
La avenida estaba desierta y esperé unos minutos. Charly volvió a la carrera y me dijo que ya se habían vengado él y los demás changuitos. Que nunca lo encontrarían porque lo había arrojado en un pozo de agua abandonado y lo había tapado con piedras, amparado en la oscuridad. Teníamos las manos manchadas de sangre, pero habíamos llegado adónde la justicia no se atrevió. Huimos en la moto, convencidos de que la venganza recién empezaba.
Ir al cine era una aventura, no sólo por la marea de niños y adolescentes que pugnaban por entrar, sino por los ruidos, olores y personajes de toda calaña que llenaba la sala y que zapateaban acompañando el ritmo de la banda sonora, que silbaban, gritaban. El Renzi era uno de esos cines diseñado con la estructura de un teatro, con platea, palcos del sector familiar y “gallinero”. La mejor ubicación estaba en el sector familiar porque algunos palcos se encontraban cerca de la pantalla, no había cabezas que obstaculizaran la visión y sobre todo porque se estaba a cubierto de los proyectiles y escupitajos que algunos inadaptados arrojaban desde las zonas superiores. Esas tardes fueron reveladoras de otros mundos: El regreso del Jedi, El imperio contraataca, Tiburón, Pirañas, Furia de Titanes, Invasión de arañas asesinas, y muchas, muchísimas más de Kung Fu, que algunos changuitos practicaban a la salida.
Pero aquella tarde esa monotonía se alteró para siempre. En medio de la proyección fui a los baños y al regresar al palco vi inusualmente entreabierta la puerta que usaban los empleados del cine, al final del pasillo. La película de artes marciales era tan aburrida y repetitiva que no contuve la curiosidad y me fui a husmear: entré en el sector del escenario, que estaba detrás de la pantalla, apenas iluminado por el proyector. Cuando acostumbré los ojos distinguí una pared alta de ladrillos, el piso de parquet desgastado, las tramoyas que colgaban del techo y me quedé fascinado por la imagen invertida que refulgía en la pantalla. Fui al baño y cuando estaba por salir, me topé con un hombre de unos 30 años, corpulento y de mirada siniestra, con una cara antinaturalmente angulosa como la de un ave de rapiña, que se interpuso entre mí y la puerta. Sentí miedo, pero por fortuna llegó un grupo de niños que a los empujones lo hicieron ceder el paso. Sus ojos eran opacos, carentes de brillo, lo que le daba un aura de frialdad inquietante.
Volví al palco, aún perturbado por el percance, pero rápidamente me olvidé de aquella mirada helada. Ya proyectaban Buffalo Bill y en eso, percibí una nube en el sector alto, en diagonal a nosotros. Segundos después se encendieron las luces, se produjo una corrida y el pánico ganó la sala porque corrió la voz de incendio: empujones, cuerpos que caían aplastados, gritos, espanto. Esperamos a que se vaciara la sala y cuando salíamos le preguntamos a uno de los empleados qué había pasado: nos dijo que no había incendio alguno, sino que lo que se había levantado era polvillo de décadas, depositado en un ventanal que se había cerrado de golpe, en la zona de tertulia.
Fuimos a jugar una fichas en el Space Invaders, Pac Man y flippers de Plaza, que en esa época estaba en Besares, a la altura del alto nivel de la estación de trenes.
Luego salimos a deambular por la ciudad casi desierta por el frío y al encontrar una casona abandonada en calle Buenos Aires, decidí entrar a orinar. Caminé por habitaciones derruidas y sucias, hasta que entré en una especie de salón en penumbras. Mientras me bajaba el cierre oí un llanto apagado. Busqué con la mirada entre la semipenumbra, hasta descubrir unas siluetas que me habían pasado desapercibidas: algo se incorporó y distinguí un hombre que me miraba, y un haz de luz le dio un brillo siniestro a sus ojos. Era el mismo que había encontrado en los baños del cine y en el suelo había un niño. A pesar de mis 8 años, comprendí que algo muy malo ocurría ahí y corrí. Estaba tan aterrorizado que no fui capaz de contarles a los demás lo que había presenciado, sólo atinaba a rogar que el tipo no nos siguiera. Nos fuimos y al día siguiente me levanté temprano, para ir a la primaria de la Amadeo Jacques, en esos años en calle Avellaneda, y, como era ritual, tomé el diario y leí las tiras cómicas de Mandrake y Lorenzo y Pepita, en la contratapa del diario. Miré la tapa y me quedé sin aliento: ¡un titular hablaba de un niño al que habían matado por asfixia, después de ser violado, en una casa abandonada de calle Buenos Aires, en La Banda! Sentí como nunca el frío de la helada mientras caminaba hacia la escuela y no podía quitarme de la cabeza el remordimiento.
Guardé el secreto de aquella terrible tarde y pasaron los meses. La investigación judicial detuvo a varios sospechosos, pero todos terminaron libres. El crimen que causó conmoción cayó en el olvido, en aquellos tiempos en los cuales gran parte de la sociedad prefería no preguntar demasiado.
………….
Los años se sucedieron y nos mudamos. Retornó poco después la democracia con algarabía en las calles, algo que no comprendía demasiado entonces, dado que gran parte de mi infancia había transcurrido en Dictadura. De esa época recordaba viajes en colectivo cuando veníamos de Salta, donde vivíamos, en los que irrumpían militares con ametralladoras y obligaban a todos los adultos a bajar y ponerse contra la pared del vehículo con brazos y piernas abiertos, mientras los requisaban, apuntados por armas. Arriba quedaban niños y bebés llorando a gritos, que no entendían lo que sucedía. O evoco los helicópteros artillados y pucarás que sobrevolaban Tucumán para descargar su furia en los cerros cercanos. Luego, la recuperación de Las Malvinas, con una euforia popular que se exacerbaba en la escuela, donde todos los días al formar cantábamos la marcha “Tras su manto de neblinas, no las hemos de olvidar/ ¡Las Malvinas, Argentinas!, clama el viento y ruge el mar”. Esa guerra que se vivía como un partido de fútbol, con un marcador a favor de nuestros soldados en batallas, derribo de aviones y hundimiento de naves, que yo anotaba en una libretita. Hasta que llegó aquella triste y gris tarde del 14 de junio, cuando mi hermano y yo escuchamos de nuestro padre la noticia: la guerra había terminado y los ingleses habían ganado.
Tantos sucesos me hicieron olvidar aquella mirada asesina. Cierta tarde la maestra de cuarto de la Normal nos llevó a la plaza Belgrano para que dibujáramos el busto del prócer. Yo tenía cierta destreza para dibujar y rápidamente mis compañeros me rodearon para ver la imagen que delineaba en la carpeta. También se acercaron unos empleados municipales que cuidaban la plaza, que comenzaron a elogiarme. Uno de ellos se mostraba muy halagador e insistía en que lo acompañara a un depósito debajo de un escenario, para que me mostrara un ángulo distinto de la estatua. Estaba tan deleitado que no me daba cuenta. El porteño Dante, que se había incorporado un año antes conmigo y tenía más experiencia en la calle y sus peligros, me susurró al oído que ni se me ocurriera acompañarlo, que era un pervertido. La maestra se arrimó al rato al ver el revuelo y nos condujo de vuelta a la escuela. Cuando me iba el hombre me saludó y algo me heló la sangre: ¡era él! Ya no sonreía ni se esforzaba por ser simpático, su mirada era otra vez helada. Corrí hasta adelantarme al grupo.
………
Unos años después, otra noticia volvió a conmover: habían hallado a dos hermanitos, varón y mujer, ahogados en el canal y luego se descubrió que habían sido abusados sexualmente. Inmediatamente pensé que había sido aquel criminal impune. Lamentablemente el tiempo y las distracciones me hicieron olvidar el episodio, al igual que a la mayoría de la sociedad, y aquel doble crimen quedó sin culpables. Ya era un adolescente que buscaba su primer amor en los “vermouth danzantes” de la biblioteca Rivadavia, Olímpico y el Automóvil Club. Con Miky entrenábamos taekwondo en la Unión Ferroviaria y nos dedicábamos a dibujar historietas. Con unos amigos de mi hermano volvimos al cine Renzi, pero esta vez a la trasnoche, simulando yo ser mayor de edad bajo la vista gorda de los boleteros, para ver películas de terror y condicionadas. En aquellos tiempos volví a encontrar en los diarios más niños muertos y abusados, que aparecían esporádicamente a la vera de una ruta, en un canal o en medio del monte. Sospechaba que era el mismo criminal, pero la ebullición de la adolescencia era más fuerte y pronto olvidaba mis pesadillas. La confirmación vino cuando vi su imagen por el noticiero, estaba de perfil y lo reconocí, aunque estaba canoso y gordo. Lo habían detenido como sospechoso. Al poco tiempo leí que lo habían liberado por falta de pruebas. Estaba libre e impune, pero yo no podía ir y acusarlo: reviviría aquellas pesadillas, recibiría el estigma social y me vería mezclado en una causa judicial.
Luego ingresé a la universidad a estudiar Psicología. Me di cuenta que me sentía atraído por la búsqueda de un exorcismo de mi propio fantasma, que me perseguía desde la infancia. Así conocí a Charly, que era compañero de estudio, y que en cierta noche de fiesta los dos, aburridos por ser malos bailarines y ebrios, comenzamos a purgar nuestros traumas. Me contó que cierta noche lluviosa, cuando tenía unos 6 o 7 años, lo enviaron a hacer un mandado a una despensa y al cruzar una esquina donde había un playón de máquinas viales, una retroexcavadora comenzó a hacerle señales de luces. Curioso se acercó y encontró a un sujeto cuya descripción coincidía con el que habitaba mis pesadillas. La diferencia radicaba en que a él lo sedujo con la promesa de subirlo a la cabina para que manejara la máquina y lo violó. Me quedé helado, mientras lo veía llorar. Le confesé que me había cruzado con ese tipo varias veces. El me contestó que sabía quien era y hasta cómo se llamaba: Evaristo Barnetche, un jubilado municipal. Lo abracé mientras lloraba, hermanado por el mismo dolor, y le prometí que lo mataríamos.
……………….
Pasaron las mesas de exámenes, las materias cursadas y aquella promesa se desvaneció. Un día Charly vino muy agitado y me contó que había ido como siempre a los consultorios de Salud Mental, donde realizaba prácticas, y allí se encontró con aquel demonio. Lo reconoció rápidamente, pero él no, habían pasado tantos años. Tenía casi 50 años y decía que lo atormentaba un llanto infantil, que lo volvía loco. Mi amigo se había tenido que morder hasta sangrar, para evitar gritar y saltarle al cuello, pero con una entereza admirable había continuado escuchándolo. Tomó nota de sus padecimientos y le pidió sus datos personales para una ficha, entre ellos su dirección. Ahora Charly quería que cumpliera la promesa.
………………….
Esa noche había llovido en Villa Juanita y las calles estaban llenas de charcos. Barnetche salió de su rancho en bicicleta, seguramente a emborracharse en alguna fonda y a buscar algún niño solitario. Con Charly habíamos esperado durante horas debajo de un algarrobo y lo seguimos en mi moto. Cruzamos callejuelas laberínticas y sin nombre hasta llegar al centro. El criminal terminó su periplo en un bar al paso de avenida San Martín, en los predios del ferrocarril. Nos sentamos en una vereda oscura de en frente a esperar. Al cabo de un par de horas de tomar vino, el negocio cerró y se marchó borracho, con su bicicleta al costado y encaminándose hacia las vías. Fuimos tras él. Garuaba y se formaba una especie de niebla; un tren insomne hacía maniobras y el convoy avanzaba y retrocedía, cortando el paso, con un ruido espectral en la oscuridad. Me daba la sensación de estar frente a un monstruo antediluviano quejándose en la noche. Nuestros pasos resonaban en el desolado playón cubierto de ripio húmedo y rápidamente lo alcanzamos.
-¿Quién son ustedes, carajo?, balbuceó esgrimiendo un cuchillo.
Sin una palabra lo rodeamos y mientras arrojaba cuchillazos al aire, me dio la espalda y lo patee. Cayó pesadamente y maquinalmente tomé su propio cuchillo y me senté sobre su pecho, inmovilizándolo. Sus ojos perversos ahora estaban teñidos de terror.
-No puedo hacerlo, le dije a Charly, mientras me incorporaba.
Él me quitó el cuchillo y de cuclillas lo interrogó:
-¿A cuántos mataste, hijo de mil puta? ¿A cuántos? ¿No te acuerdas de mí, de lo que me hiciste en el playón de máquinas de Villa Eloisa, en 1984? El otro lo miró con ojos desorbitados, como esforzándose en hacer memoria.
-¡No sé de qué me hablan, no tengo plata, déjenme en paz! –gritó.
Charly le clavó el cuchillo en el muslo y le ahogó su grito con la mano. Ahora Barnetche lloraba y sangraba.
-¡Dejalo y vamos a la mierda!, lo increpé.
Mi amigo entonces volvió a apuñalarlo, pero esta vez en la otra pierna.
-¡No sé, no sé cuántos fueron, perdí la cuenta! ¡Déjenme en paz, me duele!, -exclamó entre sollozos-. ¡Ellos me dejaron salir y hasta les conseguí algunos pendejos!
-¿De qué mierda hablas? ¿Quiénes son ellos?, -le pregunté pisándole el cuello.
-El juez y el comisario. A ellos también le gustan los chicos y les conseguí dos que llevaron a una finca y nunca más los volví a ver, -aulló entre lloriqueos-.
Nos miramos con Charly. Comprendimos por qué había sido impune durante tantos años.
Pensé en esas criaturas temblando de pavor y con los ojos llorosos, llamando inútilmente a sus madres, mientras eran vejados por esos demonios. Me di vuelta y caminé hacia San Martín, dejándolos solos. No podía volver a tocar a ese gusano.
La avenida estaba desierta y esperé unos minutos. Charly volvió a la carrera y me dijo que ya se habían vengado él y los demás changuitos. Que nunca lo encontrarían porque lo había arrojado en un pozo de agua abandonado y lo había tapado con piedras, amparado en la oscuridad. Teníamos las manos manchadas de sangre, pero habíamos llegado adónde la justicia no se atrevió. Huimos en la moto, convencidos de que la venganza recién empezaba.
sábado, 6 de noviembre de 2010
Nadie escuchará tus gritos en el monte
La camioneta destartalada de la policía llegó haciendo ruido hasta el frente de la casita, en medio del campo desierto y los uniformados que bajaron se encontraron con una escena que nunca olvidarían: “Pasen, Florencio está adentro”, dijo Renata, sentada bajo el alero, señalando con su mano hacia el interior de la humilde vivienda. Entraron y espantados encontraron a un hombre con una enorme herida en el cuello, como una grotesca segunda boca que sonreía. En la misma habitación, sus tres hijos dormían en otras camas, ajenos al drama. Por detrás entró la madre de la mujer y quedó muda ante el cuadro. La pieza estaba recién baldeada y todo lucía ordenado, salvo la cama matrimonial, donde una mancha roja había florecido debajo del cuerpo tieso.
Renata se dejó llevar mansamente por los policías: la introdujeron en el móvil, en cuya caja colocaron el cuerpo de su marido, tapado con unas colchas, y partieron rumbo al destacamento. Su madre quedó con los chicos, mientras la mañana se volvía agreste por el viento Norte de agosto. Tanto polvo en suspensión había que daba un tono amarillento a las cosas y volvía el aire irrespirable.
Un policía mal dormido le tomó declaración en una vieja y ruidosa Lettera, con brazos que se atascaban al golpetear la hoja oficio, retardando la operación una eternidad. Renata contó con su débil voz lo que la llevó a matar a su hombre. Contó cuando lo conoció, en su pueblo, cuando veía a Florencio trabajar como jornalero y ella no podía dejar de pensar en él. El baile del santo del lugar, la primera cita y una vertiginosa relación que la llevó a dejar su familia e ir a vivir con él, cuando lo designaron cuidador de un campo. Comenzaron a llegar los hijos. En las fotos con el último vástago, se la veía a ella feliz, pero él tenía un rostro desfigurado por la rabia. Es que había comenzado a tener celos de todo y de todos, pese a que vivían en un desolado paraje, a 8 kilómetros de la casa más cercana. La última vez que fueron a una fiesta, como él se negaba a bailar y estaba ebrio, ella salió a la pista con un primo. Florencio la sacó a empujones y se subió al caballo y la hizo caminar hasta la casa, golpeándola con el rebenque. Las golpizas se habían vuelto diarias, delante de los hijos y por cualquier motivo.
Esa noche no fue la excepción. Le dio varios puñetazos porque la comida no le había gustado y sus hijos presenciaron la escena. Le dijo que la mataría en dormida a ella y a sus hijos, que creía engendrados por otro, que tuviera cuidado. Y siguió bebiendo. Renata calmó a sus hijos y los hizo dormir. Luego se fue a la cama y al rato, él también se acostó. Comenzó a manosearla y, pese a su resistencia, la violó. Con repulsión, sintió el cuerpo del otro mientras la invadía, asqueada por una mezcla de hedores a transpiración, vino y cigarrillo. Miró al techo hasta que cesaron los espasmos. Se lo sacó de encima como pudo, mientras Florencio roncaba desmayado, después del orgasmo. Aterrorizada escuchó en su cabeza una y otra vez la advertencia de muerte que le hizo a ella y sus hijos. Se levantó sigilosamente y fue descalza hasta la cocina, conteniendo la respiración: tomó el cuchillo de carnicero de la mesa y volvió a la cama. Lo miró por última vez, con su rostro contraído por la furia, aún en dormido. Luego lo tomó de los cabellos y le cortó la garganta, como lo hacía con los animales que carneaba para alimentar a su familia. Escuchó un gorgoteo mientras la carne se rasgaba con un ruido a cartón, un ronco grito ahogado, estertores, y después corrió hacia fuera de la casa. Cerró la puerta tras de sí y se apoyó con todo el peso de una mujer de 1.80 metros y más de cien kilos. Temblaba porque esperaba que él la persiguiera para cumplir su palabra. Intentó escuchar apoyando el oído a la madera, pero no se percibía nada. Le palpitaban las sienes, estaba agitada, pero aún así se asomó a una ventana y miró hacia la cama y vio el cuerpo exánime. Pasaron minutos interminables hasta que tomó coraje y entró. Florencio yacía tendido, y la sangre no paraba de manar de su garganta abierta. Por suerte sus hijos no se habían despertado. Los forenses dirían que Florencio murió casi sin darse cuenta en los sopores que siguen al sexo, como si se desenchufara el cerebro del cuerpo.
Renata decidió limpiar la escena del crimen, no para ocultar pruebas, sino para que no estuviera desarreglada cuando llegara la policía y para que sus hijos no vieran la escena. Hasta el cuchillo lavó y lo colocó en la alacena. Se vistió y caminó 8 kilómetros, que incluían cruzar el río Dulce a pie, hasta la casa de su madre que tenía teléfono celular para comunicarse con el destacamento policial, aún más alejado. Luego regresó y puso el calentador en el brasero y se preparó mate cocido, hasta que llegaran a apresarla.
Frente al juez de la capital, contó en detalle los cinco años que vivió con Florencio y cómo todo cambió desde el nacimiento de su primera hija. Recordó que durante un tiempo compartieron la casa con otro matrimonio al que Florencio propuso intercambiar mujeres para tener sexo. Su compañero se fue pronto porque temía que violara a su mujer cuando él no estaba en su hogar. Les aseguró que cuando bebía, también obligaba a sus hijos a tomar y disfrutaba con sadismo ver a las criaturas ebrias. También detalló las golpizas y ante la mirada sorprendida del juez, la fiscal, el instructor y su propia abogada defensora, se subió la polera y les mostró su pecho desnudo con las marcas de latigazos y hasta de una hebilla perfectamente delineada en la carne castigada. Agregó que en medio de aquella soledad del monte, no podía denunciar el calvario que soportaba y que temía que él la matara a ella y sus hijos. Su padecimiento era conocido en el pueblo, donde la llamaban “la esclava”. Pero las sorpresas no terminaron allí: les dijo que aún amaba a su esposo muerto, a pesar de todo. El juez reconoció que no se trataba de un caso usual y la procesó por homicidio en estado de emoción violenta, lo que permitió que recuperara la libertad y volviera a su casa, con sus dos hijos. En los diarios de aquellos días se la vio sonriente, levantando sus pulgares, cuando era llevada al juzgado para ser notificada de su excarcelación.
Renata se dejó llevar mansamente por los policías: la introdujeron en el móvil, en cuya caja colocaron el cuerpo de su marido, tapado con unas colchas, y partieron rumbo al destacamento. Su madre quedó con los chicos, mientras la mañana se volvía agreste por el viento Norte de agosto. Tanto polvo en suspensión había que daba un tono amarillento a las cosas y volvía el aire irrespirable.
Un policía mal dormido le tomó declaración en una vieja y ruidosa Lettera, con brazos que se atascaban al golpetear la hoja oficio, retardando la operación una eternidad. Renata contó con su débil voz lo que la llevó a matar a su hombre. Contó cuando lo conoció, en su pueblo, cuando veía a Florencio trabajar como jornalero y ella no podía dejar de pensar en él. El baile del santo del lugar, la primera cita y una vertiginosa relación que la llevó a dejar su familia e ir a vivir con él, cuando lo designaron cuidador de un campo. Comenzaron a llegar los hijos. En las fotos con el último vástago, se la veía a ella feliz, pero él tenía un rostro desfigurado por la rabia. Es que había comenzado a tener celos de todo y de todos, pese a que vivían en un desolado paraje, a 8 kilómetros de la casa más cercana. La última vez que fueron a una fiesta, como él se negaba a bailar y estaba ebrio, ella salió a la pista con un primo. Florencio la sacó a empujones y se subió al caballo y la hizo caminar hasta la casa, golpeándola con el rebenque. Las golpizas se habían vuelto diarias, delante de los hijos y por cualquier motivo.
Esa noche no fue la excepción. Le dio varios puñetazos porque la comida no le había gustado y sus hijos presenciaron la escena. Le dijo que la mataría en dormida a ella y a sus hijos, que creía engendrados por otro, que tuviera cuidado. Y siguió bebiendo. Renata calmó a sus hijos y los hizo dormir. Luego se fue a la cama y al rato, él también se acostó. Comenzó a manosearla y, pese a su resistencia, la violó. Con repulsión, sintió el cuerpo del otro mientras la invadía, asqueada por una mezcla de hedores a transpiración, vino y cigarrillo. Miró al techo hasta que cesaron los espasmos. Se lo sacó de encima como pudo, mientras Florencio roncaba desmayado, después del orgasmo. Aterrorizada escuchó en su cabeza una y otra vez la advertencia de muerte que le hizo a ella y sus hijos. Se levantó sigilosamente y fue descalza hasta la cocina, conteniendo la respiración: tomó el cuchillo de carnicero de la mesa y volvió a la cama. Lo miró por última vez, con su rostro contraído por la furia, aún en dormido. Luego lo tomó de los cabellos y le cortó la garganta, como lo hacía con los animales que carneaba para alimentar a su familia. Escuchó un gorgoteo mientras la carne se rasgaba con un ruido a cartón, un ronco grito ahogado, estertores, y después corrió hacia fuera de la casa. Cerró la puerta tras de sí y se apoyó con todo el peso de una mujer de 1.80 metros y más de cien kilos. Temblaba porque esperaba que él la persiguiera para cumplir su palabra. Intentó escuchar apoyando el oído a la madera, pero no se percibía nada. Le palpitaban las sienes, estaba agitada, pero aún así se asomó a una ventana y miró hacia la cama y vio el cuerpo exánime. Pasaron minutos interminables hasta que tomó coraje y entró. Florencio yacía tendido, y la sangre no paraba de manar de su garganta abierta. Por suerte sus hijos no se habían despertado. Los forenses dirían que Florencio murió casi sin darse cuenta en los sopores que siguen al sexo, como si se desenchufara el cerebro del cuerpo.
Renata decidió limpiar la escena del crimen, no para ocultar pruebas, sino para que no estuviera desarreglada cuando llegara la policía y para que sus hijos no vieran la escena. Hasta el cuchillo lavó y lo colocó en la alacena. Se vistió y caminó 8 kilómetros, que incluían cruzar el río Dulce a pie, hasta la casa de su madre que tenía teléfono celular para comunicarse con el destacamento policial, aún más alejado. Luego regresó y puso el calentador en el brasero y se preparó mate cocido, hasta que llegaran a apresarla.
Frente al juez de la capital, contó en detalle los cinco años que vivió con Florencio y cómo todo cambió desde el nacimiento de su primera hija. Recordó que durante un tiempo compartieron la casa con otro matrimonio al que Florencio propuso intercambiar mujeres para tener sexo. Su compañero se fue pronto porque temía que violara a su mujer cuando él no estaba en su hogar. Les aseguró que cuando bebía, también obligaba a sus hijos a tomar y disfrutaba con sadismo ver a las criaturas ebrias. También detalló las golpizas y ante la mirada sorprendida del juez, la fiscal, el instructor y su propia abogada defensora, se subió la polera y les mostró su pecho desnudo con las marcas de latigazos y hasta de una hebilla perfectamente delineada en la carne castigada. Agregó que en medio de aquella soledad del monte, no podía denunciar el calvario que soportaba y que temía que él la matara a ella y sus hijos. Su padecimiento era conocido en el pueblo, donde la llamaban “la esclava”. Pero las sorpresas no terminaron allí: les dijo que aún amaba a su esposo muerto, a pesar de todo. El juez reconoció que no se trataba de un caso usual y la procesó por homicidio en estado de emoción violenta, lo que permitió que recuperara la libertad y volviera a su casa, con sus dos hijos. En los diarios de aquellos días se la vio sonriente, levantando sus pulgares, cuando era llevada al juzgado para ser notificada de su excarcelación.
domingo, 10 de octubre de 2010
El fuego inolvidable
El cuartel de bomberos en Dorrego y Taboada parecía crepitar bajo el sol impiadoso de aquella siesta del verano de 1991. La jornada había comenzado bien temprano, a las 7, y después de baldear todos los pisos de punta a punta, tomar mates, hacer trámites, cocinar, comer, limpiar los vehículos, etcétera, no quedaba mucho más por hacer. La radiación solar dilataba las chapas del techo, las paredes quemaban y no había rincón en donde hallar refugio, bajo un cielo luminoso que parecía arrojar toneladas de aire sofocante sobre los seres vivientes que se arrastraban penosamente por el suelo.
Con ese clima, los bomberos veteranos ya nos habían advertido que habría acción: lo sabían por la combinación de calor intenso, viento Norte fuerte y sequedad. Para un novato como yo era lo mismo que escuchar a las abuelas augurar que llovería mientras miraba incrédulo el cielo límpido. Sin embargo, me mantuve alerta porque podía ser mi bautismo de fuego. El teléfono no tardó en sonar cerca de las 15: había un incendio de monte en Villa Robles. El sargento me asignó con la dotación y partimos en la autobomba a toda velocidad y con la sirena ululante, que me hacía fluir la adrenalina. Cargamos combustible y nos aprovisionamos de agua para beber en la estación de servicios. Salimos a la ruta 1 y luego de unos cuarenta minutos de viaje divisamos una columna de humo que surgía de la espesa vegetación a uno de los costados de la ruta. Ingresamos por un camino vecinal a los vericuetos del monte hasta que el camión ya no pudo avanzar más porque no quedaba más que una picada estrecha. Todavía estábamos a unos 300 metros del fuego y tuvimos que cargar las herramientas de zapa y trotar hasta el frente de llamas. Cuando llegamos, me llamó la atención que el fuego ya parecía extinguido, calmo. Me sentí decepcionado por tanto alboroto por un incendio que se había apagado antes que llegáramos. Los bomberos más veteranos se internaron en una especie de cueva natural formada por el follaje y empezaron a cavar con picos y palas los cortafuegos, para detener la acción de las llamas. Entonces ocurrió algo extraño, que no duró más que unos pocos segundos. Percibí un rumor encima de nosotros y vi que el aire hasta entonces aquietado se iba transformando en un viento que comenzó a agitar la hojarasca seca. Las ramas de los árboles se mecieron y entonces percibí un crepitar bajo que luego se transformó casi en un rugido; la quietud se deshizo y todo cobró vida. Las llamas envolvían todo y alcancé a ver que mis compañeros que estaban más adelantados escapar desesperados, a los tropezones, mientras el túnel vegetal se convertía en fuego. La radiación del calor me quemaba la cara y el pecho bajo el mameluco. Me quedé estupefacto. Cuando el grupo logró ponerse a salvo, retrocedimos hasta el descampado para la siembra, que nos había dado una retaguardia segura, asfixiados y cegados por el humo. El enfermero me mandó a que fuera a buscar la radio que se había olvidado en el camión, porque sería grave que nos ocurriera algo y quedáramos incomunicados. Corrí por la zona desmontada hasta que me frenaron los gritos. El sargento me llamaba, pensaba que me había asustado y me ordenó que me quedara a ayudar. No escuchó mis explicaciones, dominado por la impotencia porque no se podía hacer nada para detener la quemazón. La autobomba estaba demasiado lejos y no llegaríamos con las mangas extendidas para arrojar agua. Avanzamos en forma paralela al fuego y descubrimos que a unos cincuenta metros las llamas morían en un canal revestido. El sargento nos ordenó explorar los daños que había dejado su paso y subimos al vehículo, pero ahí descubrimos que alguien había hurtado la radio que yo iba a buscar cuando me ordenaron regresar. Volvimos a la ruta y dimos un rodeo. Encontramos a una anciana que lloraba rodeada por unos niños. Se lamentaba porque su rancho había quedado en el camino del incendio. Caminamos por un bosque arrasado por el fuego, calcinado y cubierto de humo, donde había numerosos animales muertos. Los borceguíes hacían crujir los tizones todavía encendidos de los matorrales y agradecí tener un calzado de planta alta. Avanzamos hasta descubrir una especie de isla de verdor en medio de tanta desolación: era el rancho de la mujer, que había sido rodeado por las llamas, pero que permanecía intacto. “Es un milagro”, sentenció el sargento; los demás asentimos en silencio.
Luego de examinar la zona y comprobar que los daños no habían sido graves y que el fuego se extinguía en el curso del agua resolvimos regresar. En el camino, mis compañeros bromeaban porque en mi bautismo de fuego había salido corriendo. Me ofendí y no les contesté, aunque me molestó aún más que el enfermero no interviniera para aclarar que en realidad él me había enviado a rescatar la radio que se olvidó y que finalmente se perdió. El sargento era el único que no reía. Mientras desandábamos la ruta se acordó del día más funesto en la historia del cuerpo. Nos hizo dar cuenta de los peligros a los que estábamos expuestos y de la importancia de trabajar en equipo, sin descuidar los detalles que en esas situaciones hacen la diferencia entre la vida y la muerte, como olvidar una radio cuando el fuego pudo rodearnos. Contó que un año antes, en un dantesco incendio de una cooperativa de algodón, uno de sus compañeros murió cuando intentaba armar una línea en los techos de chapa, que cedieron bajo su peso y se hundió en la fibra ardiente, sin que sus compañeros pudieran hacer nada. Nadie dijo una palabra el resto del camino.
Con ese clima, los bomberos veteranos ya nos habían advertido que habría acción: lo sabían por la combinación de calor intenso, viento Norte fuerte y sequedad. Para un novato como yo era lo mismo que escuchar a las abuelas augurar que llovería mientras miraba incrédulo el cielo límpido. Sin embargo, me mantuve alerta porque podía ser mi bautismo de fuego. El teléfono no tardó en sonar cerca de las 15: había un incendio de monte en Villa Robles. El sargento me asignó con la dotación y partimos en la autobomba a toda velocidad y con la sirena ululante, que me hacía fluir la adrenalina. Cargamos combustible y nos aprovisionamos de agua para beber en la estación de servicios. Salimos a la ruta 1 y luego de unos cuarenta minutos de viaje divisamos una columna de humo que surgía de la espesa vegetación a uno de los costados de la ruta. Ingresamos por un camino vecinal a los vericuetos del monte hasta que el camión ya no pudo avanzar más porque no quedaba más que una picada estrecha. Todavía estábamos a unos 300 metros del fuego y tuvimos que cargar las herramientas de zapa y trotar hasta el frente de llamas. Cuando llegamos, me llamó la atención que el fuego ya parecía extinguido, calmo. Me sentí decepcionado por tanto alboroto por un incendio que se había apagado antes que llegáramos. Los bomberos más veteranos se internaron en una especie de cueva natural formada por el follaje y empezaron a cavar con picos y palas los cortafuegos, para detener la acción de las llamas. Entonces ocurrió algo extraño, que no duró más que unos pocos segundos. Percibí un rumor encima de nosotros y vi que el aire hasta entonces aquietado se iba transformando en un viento que comenzó a agitar la hojarasca seca. Las ramas de los árboles se mecieron y entonces percibí un crepitar bajo que luego se transformó casi en un rugido; la quietud se deshizo y todo cobró vida. Las llamas envolvían todo y alcancé a ver que mis compañeros que estaban más adelantados escapar desesperados, a los tropezones, mientras el túnel vegetal se convertía en fuego. La radiación del calor me quemaba la cara y el pecho bajo el mameluco. Me quedé estupefacto. Cuando el grupo logró ponerse a salvo, retrocedimos hasta el descampado para la siembra, que nos había dado una retaguardia segura, asfixiados y cegados por el humo. El enfermero me mandó a que fuera a buscar la radio que se había olvidado en el camión, porque sería grave que nos ocurriera algo y quedáramos incomunicados. Corrí por la zona desmontada hasta que me frenaron los gritos. El sargento me llamaba, pensaba que me había asustado y me ordenó que me quedara a ayudar. No escuchó mis explicaciones, dominado por la impotencia porque no se podía hacer nada para detener la quemazón. La autobomba estaba demasiado lejos y no llegaríamos con las mangas extendidas para arrojar agua. Avanzamos en forma paralela al fuego y descubrimos que a unos cincuenta metros las llamas morían en un canal revestido. El sargento nos ordenó explorar los daños que había dejado su paso y subimos al vehículo, pero ahí descubrimos que alguien había hurtado la radio que yo iba a buscar cuando me ordenaron regresar. Volvimos a la ruta y dimos un rodeo. Encontramos a una anciana que lloraba rodeada por unos niños. Se lamentaba porque su rancho había quedado en el camino del incendio. Caminamos por un bosque arrasado por el fuego, calcinado y cubierto de humo, donde había numerosos animales muertos. Los borceguíes hacían crujir los tizones todavía encendidos de los matorrales y agradecí tener un calzado de planta alta. Avanzamos hasta descubrir una especie de isla de verdor en medio de tanta desolación: era el rancho de la mujer, que había sido rodeado por las llamas, pero que permanecía intacto. “Es un milagro”, sentenció el sargento; los demás asentimos en silencio.
Luego de examinar la zona y comprobar que los daños no habían sido graves y que el fuego se extinguía en el curso del agua resolvimos regresar. En el camino, mis compañeros bromeaban porque en mi bautismo de fuego había salido corriendo. Me ofendí y no les contesté, aunque me molestó aún más que el enfermero no interviniera para aclarar que en realidad él me había enviado a rescatar la radio que se olvidó y que finalmente se perdió. El sargento era el único que no reía. Mientras desandábamos la ruta se acordó del día más funesto en la historia del cuerpo. Nos hizo dar cuenta de los peligros a los que estábamos expuestos y de la importancia de trabajar en equipo, sin descuidar los detalles que en esas situaciones hacen la diferencia entre la vida y la muerte, como olvidar una radio cuando el fuego pudo rodearnos. Contó que un año antes, en un dantesco incendio de una cooperativa de algodón, uno de sus compañeros murió cuando intentaba armar una línea en los techos de chapa, que cedieron bajo su peso y se hundió en la fibra ardiente, sin que sus compañeros pudieran hacer nada. Nadie dijo una palabra el resto del camino.
lunes, 4 de octubre de 2010
El italiano “trucho”
“¡Vamos a Frías!”, propuso uno del grupo, mientras terminábamos de comer y beber en una pizzería de calle Irigoyen. Era un sábado a la noche de febrero de 1995 y los cinco teníamos dinero porque acabábamos de cobrar por un trabajo de encuestas. (Tiempos inestables aquellos, cuando la intervención de Schiaretti quería perpetuarse y Juárez buscaba volver). Otro ofreció su automóvil y propuso que pagáramos el combustible entre todos. Con algunas dudas acepté y rápidamente nos encontramos en la ruta 64. Fueron dos horas de bromas y risas hasta que llegamos a Choya y cruzamos el pueblo sin ver a un solo ser humano, pese a que todavía no era la medianoche. A uno del grupo se le ocurrió que era un pueblo fantasma y que debía haber un centinela que todas las noches encendía las luces para hacer creer que estaba habitado. Nos reímos. Les dije que algún día escribiría un cuento con su idea. Finalmente llegamos a Frías y el conductor buscó sintonizar una radio, hasta que sonó “Viernes 3 AM”, de Serú Giran:
“Y llevas el caño a tu sien,
apretando bien las muelas,
y cierras los ojos y ves
todo el mar en primavera
bang, bang, bang
hojas muertas que caen,
siempre igual,
los que no pueden más
se van”.
Luego siguió “Mate Kusadai” de King Crimson. No podía creer que en aquel rincón de Santiago escuchara esa música.
Dimos la vuelta de perro en la plaza principal y desde los bares nos miraban como forasteros que éramos. Al rato entramos a un boliche de moda, que se llenó con el paso de las horas. La relativa ventaja de visitantes no nos acompañó esa noche porque dimos vueltas y vueltas sin poder bailar, por lo que enseguida nos encontramos en la barra para beber frustrados. El ideólogo del viaje se encontró con una amiga y los demás nos dispersamos, cada uno a su suerte. Deambulé en el amontonamiento, el calor asfixiante, el roce de cuerpos transpirados, las luces estroboscópicas, la música ensordecedora, enfrentando con descaro patético a toda mujer que se cruzara. Pero sólo logré que de la nada apareciera un patovica que me amenazó con expulsarme de manera poco elegante si seguía molestando a las chicas. No me quedó más que volver a beber. Un rato después tomé coraje y ebrio subí al primer piso. La vi apoyada contra la pared, en las penumbras y sin pensarlo demasiado la encaré con un “vuoi ballare con mè?”, susurrado a los oídos, con el mejor italiano que me habían dado tres años en la Dante Alighieri. “¿Quéeee?”, atinó a responder. “Ya está, ya capté su atención con el efecto sorpresa”, pensé. Volví a repetir mi invitación y procuré hacerme entender con un cocoliche calculado. Yo era un italiano venido de Calabria (fue la primera región que me vino a la cabeza evocando la pizza que habíamos comido un rato antes) y que estaba de visita en Santiago. La charla en italiano fluido pareció convencerla de que realmente era italiano y salimos a bailar. Luego charlamos horas debajo de un árbol y volvimos a bailar lentos. Hablé y hablé, mezclando el italiano y el castellano para lograr su atención. “Ho attraversato gli oceani del tempo per essere qui, con tè”, remedé al Drácula de Bram Stoker. Le hice entender que había atravesado océanos de tiempo para estar con ella y sucumbió a mis besos. Como enamorados pasamos el resto de la noche, ante la atónita mirada del resto de mis amigos cuando pasaban. Una amigas se la llevaron de mis brazos y me despedí con un “ti chiamo cualque giorno”, acompañando la frase con el gesto inequívoco de hablar por teléfono, mientras las demás me miraban con a un E.T. Cuando me reencontré con el grupo les conté de mi aventura y uno remató el relato con “sos un italiano trucho”, que provocó un estallido de risas. Continuamos el periplo hasta una casa donde el autor intelectual del viaje se internó con su amiga en una de las habitaciones. Nos quedamos esperando un largo rato en el living, tan aburridos como las amigas de su amiga, que a la luz descarnada se veían tan poco atractivas que ninguno amagó siquiera con proponerles imitar a la parejita encerrada en la pieza. Yo solamente pensaba en ella: “Soledad, il tuo nome significa solitudine”, le había dicho. Salimos afuera a fumar y entonces apareció un grupo enardecido. Algunas eran mujeres que gritaban “¡ése es, ése es!” apuntándome a mí… sentí un frío en la espalda. Los hombres avanzaron y en sus manos destellaron navajas. Detrás alcancé a ver a Soledad, que lloraba. Los tipos resultaron ser el novio y los hermanos enfurecidos porque la había engañado. Me habían desenmascarado después que ella les contó a sus amigas que yo presuntamente era un italiano romántico venido de Calabria y alguna de ellas había recordado que yo la acosé para que saliera a bailar y ante su negativa la había mandado a pasear en perfecto castellano santiagueñizado. Pensé que la larga mano de la justicia me había alcanzado con la vendetta de esos capulettos que querían lavar la afrenta al más típico estilo siciliano. El compañero de travesía que estaba adentro de la casa tuvo que suspender sus escarceos y salió con los pantalones hasta la rodilla al oír el tumulto. Aterrorizado al ver tantas armas blancas intentó huir hacia el auto, pero lo frenaron los matones. Entonces avancé resuelto hacia Soledad mientras blandían los filos cerca de mi cara y me insultaban. Llegué a dos pasos de ella, que escondía la mirada en el hombro de una amiga y le pedí perdón. Le conté de nuestra travesía, de las desventuras de aquella noche que resultó inolvidable tras haberla conocido. Que la caradurez inicial había dado paso a la ternura, al deseo de tratarla de una manera diferente a la que había estado habituada en su vida. Que solamente había pensado en ella desde que nos separamos. Recién entonces me miró y, después de vacilar unos segundos, les dijo a los demás “déjenlos”. Uno que debía ser su novio, por la ferocidad que da el amor propio herido, acercó su cara a milímetros de la mía, tan es así que sentía su aliento etílico entremezclado con chicle de menta, y después de insultar a mis ancestros me advirtió que no volviera más a Frías, porque sino, no saldría vivo. Subimos al auto a la carrera y mientras huíamos a toda velocidad intenté mirarla por última vez, pero ocultó el rostro en el cabello de su amiga. Salimos de la ciudad al amanecer y me dormí. Viajamos sin decir una palabra, hasta que nos quedamos dormidos. Repentinamente me despertó una violenta frenada. Miré sobresaltado para todos lados y descubrí que el auto había quedado en marcha en medio de la ruta. Yo iba del lado del acompañante y vi que el conductor se había bajado y caminaba por el pavimento aspirando grandes bocanadas de aire. “Me dormí”, me dijo al retornar al volante y cerrar la puerta con estruendo. “Casi nos matamos y esos hijos de puta ni se mosquearon”, masculló, aludiendo a los que viajaban atrás. Los miré y vi que era cierto: continuaban roncando. Entonces me volví a dormir murmurando “Solitudine, Solitudine”.
“Y llevas el caño a tu sien,
apretando bien las muelas,
y cierras los ojos y ves
todo el mar en primavera
bang, bang, bang
hojas muertas que caen,
siempre igual,
los que no pueden más
se van”.
Luego siguió “Mate Kusadai” de King Crimson. No podía creer que en aquel rincón de Santiago escuchara esa música.
Dimos la vuelta de perro en la plaza principal y desde los bares nos miraban como forasteros que éramos. Al rato entramos a un boliche de moda, que se llenó con el paso de las horas. La relativa ventaja de visitantes no nos acompañó esa noche porque dimos vueltas y vueltas sin poder bailar, por lo que enseguida nos encontramos en la barra para beber frustrados. El ideólogo del viaje se encontró con una amiga y los demás nos dispersamos, cada uno a su suerte. Deambulé en el amontonamiento, el calor asfixiante, el roce de cuerpos transpirados, las luces estroboscópicas, la música ensordecedora, enfrentando con descaro patético a toda mujer que se cruzara. Pero sólo logré que de la nada apareciera un patovica que me amenazó con expulsarme de manera poco elegante si seguía molestando a las chicas. No me quedó más que volver a beber. Un rato después tomé coraje y ebrio subí al primer piso. La vi apoyada contra la pared, en las penumbras y sin pensarlo demasiado la encaré con un “vuoi ballare con mè?”, susurrado a los oídos, con el mejor italiano que me habían dado tres años en la Dante Alighieri. “¿Quéeee?”, atinó a responder. “Ya está, ya capté su atención con el efecto sorpresa”, pensé. Volví a repetir mi invitación y procuré hacerme entender con un cocoliche calculado. Yo era un italiano venido de Calabria (fue la primera región que me vino a la cabeza evocando la pizza que habíamos comido un rato antes) y que estaba de visita en Santiago. La charla en italiano fluido pareció convencerla de que realmente era italiano y salimos a bailar. Luego charlamos horas debajo de un árbol y volvimos a bailar lentos. Hablé y hablé, mezclando el italiano y el castellano para lograr su atención. “Ho attraversato gli oceani del tempo per essere qui, con tè”, remedé al Drácula de Bram Stoker. Le hice entender que había atravesado océanos de tiempo para estar con ella y sucumbió a mis besos. Como enamorados pasamos el resto de la noche, ante la atónita mirada del resto de mis amigos cuando pasaban. Una amigas se la llevaron de mis brazos y me despedí con un “ti chiamo cualque giorno”, acompañando la frase con el gesto inequívoco de hablar por teléfono, mientras las demás me miraban con a un E.T. Cuando me reencontré con el grupo les conté de mi aventura y uno remató el relato con “sos un italiano trucho”, que provocó un estallido de risas. Continuamos el periplo hasta una casa donde el autor intelectual del viaje se internó con su amiga en una de las habitaciones. Nos quedamos esperando un largo rato en el living, tan aburridos como las amigas de su amiga, que a la luz descarnada se veían tan poco atractivas que ninguno amagó siquiera con proponerles imitar a la parejita encerrada en la pieza. Yo solamente pensaba en ella: “Soledad, il tuo nome significa solitudine”, le había dicho. Salimos afuera a fumar y entonces apareció un grupo enardecido. Algunas eran mujeres que gritaban “¡ése es, ése es!” apuntándome a mí… sentí un frío en la espalda. Los hombres avanzaron y en sus manos destellaron navajas. Detrás alcancé a ver a Soledad, que lloraba. Los tipos resultaron ser el novio y los hermanos enfurecidos porque la había engañado. Me habían desenmascarado después que ella les contó a sus amigas que yo presuntamente era un italiano romántico venido de Calabria y alguna de ellas había recordado que yo la acosé para que saliera a bailar y ante su negativa la había mandado a pasear en perfecto castellano santiagueñizado. Pensé que la larga mano de la justicia me había alcanzado con la vendetta de esos capulettos que querían lavar la afrenta al más típico estilo siciliano. El compañero de travesía que estaba adentro de la casa tuvo que suspender sus escarceos y salió con los pantalones hasta la rodilla al oír el tumulto. Aterrorizado al ver tantas armas blancas intentó huir hacia el auto, pero lo frenaron los matones. Entonces avancé resuelto hacia Soledad mientras blandían los filos cerca de mi cara y me insultaban. Llegué a dos pasos de ella, que escondía la mirada en el hombro de una amiga y le pedí perdón. Le conté de nuestra travesía, de las desventuras de aquella noche que resultó inolvidable tras haberla conocido. Que la caradurez inicial había dado paso a la ternura, al deseo de tratarla de una manera diferente a la que había estado habituada en su vida. Que solamente había pensado en ella desde que nos separamos. Recién entonces me miró y, después de vacilar unos segundos, les dijo a los demás “déjenlos”. Uno que debía ser su novio, por la ferocidad que da el amor propio herido, acercó su cara a milímetros de la mía, tan es así que sentía su aliento etílico entremezclado con chicle de menta, y después de insultar a mis ancestros me advirtió que no volviera más a Frías, porque sino, no saldría vivo. Subimos al auto a la carrera y mientras huíamos a toda velocidad intenté mirarla por última vez, pero ocultó el rostro en el cabello de su amiga. Salimos de la ciudad al amanecer y me dormí. Viajamos sin decir una palabra, hasta que nos quedamos dormidos. Repentinamente me despertó una violenta frenada. Miré sobresaltado para todos lados y descubrí que el auto había quedado en marcha en medio de la ruta. Yo iba del lado del acompañante y vi que el conductor se había bajado y caminaba por el pavimento aspirando grandes bocanadas de aire. “Me dormí”, me dijo al retornar al volante y cerrar la puerta con estruendo. “Casi nos matamos y esos hijos de puta ni se mosquearon”, masculló, aludiendo a los que viajaban atrás. Los miré y vi que era cierto: continuaban roncando. Entonces me volví a dormir murmurando “Solitudine, Solitudine”.
domingo, 18 de julio de 2010
La sombra del Che aún ronda Vallegrande
Fue todo muy rápido: en la redacción de la revista se decidió enviarme a cubrir las excavaciones para buscar los restos de Ernesto “Che” Guevara en Bolivia, en diciembre de 1995. Yo era un periodista bisoño, que apenas tenía un año en la gráfica y el anunció me quitó el aliento. Era una noticia internacional y sería mi primera experiencia fuera del país. Aproveché el viaje para colarme en un tour de compras a Bolivia y contar desde adentro esa experiencia. Ya en Pocitos, le mentí al coordinador que no había conseguido lo que buscaba, una cámara de video, y que seguiría hacia Santa Cruz de la Sierra. Tomé un ómnibus que demoró unas diez horas y en el camino conocí la legendaria Camiri, un pozo con luces titilantes, a cuyas puertas habían llegado 60 años atrás los combatientes paraguayos de la infernal Guerra del Chaco, por el petróleo de la Standard Oil. Bajamos a un restorán al paso y me asomé a la cocina, donde en una enorme olla flotaban pedazos grises de carne en agua borboritante; un par de argentinos –padre e hijo- que también viajaban me aconsejaron comer otra cosa y cenamos juntos. Seguimos viajando esa noche por una ruta que serpenteaba por cerros iluminados por la luz de la luna, rodeados de montes inmemoriales que me hicieron imaginar que por allí alguna vez se desplazaron como sombras el Che y sus guerrilleros. Llegamos de madrugada a Santa Cruz, una ciudad modernista en el Oriente boliviano, construida en anillos concéntricos y con un tránsito desbocado. Me despedí de mis compatriotas y me instalé en un hotel frente a la Terminal, donde dormí exhausto. A la mañana de ese día domingo me fui a la corresponsalía de uno de los principales diarios y un periodista me brindó información contextual de los orígenes de la búsqueda: un reportero norteamericano había generado revuelo al publicar la versión de un ex militar sobre el sitio de sepultura de Guevara, que hasta entonces era un misterio de varias décadas. A los militares bolivianos y sus asesores norteamericanos no les interesaba que se convirtiera en mártir al guerrillero rosarino, fusilado en la escuela de La Higuera, el 9 de octubre de 1967. Pero todo fue en vano, su leyenda se extendió a todo el mundo aún así.
Esa tarde partí hacia Vallegrande, un pueblo en medio de cerros, a unos 2000 metros sobre el nivel del mar, que se pasó a la historia porque allí fueron exhibidos los restos de Guevara, después de su captura y ejecución. Llegué con la noche avanzada y me sorprendió una enorme torre de la iglesia, en la plaza principal, pero no pude detenerme mucho porque debía buscar con urgencia un lugar para hospedarme. Las calles estaban desiertas y hacía mucho frío. Me uní a un brasileño llamado Edenilson, con quien logramos despertar a la dueña de una pensión y alquilamos la única habitación disponible.
Al día siguiente me dirigí hacia la vieja pista de aterrizaje del poblado, donde ya trabajaba el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), que ganó su renombre en el continente por su descubrimiento de enterramientos clandestinos de víctimas de la dictadura militar. En ese lugar también me hice amigo de una pareja de una radio bonaerense y del camarógrafo que documentaba el trabajo de la EAAF. En el lugar deambulaban periodistas, en su mayoría argentinos. Todos terminamos en una fonda a la hora del almuerzo, regado con abundante cerveza Paceña. Rato después volvimos al lugar de búsqueda, donde los antropólogos se afanaban con un sistema que escaneaba el subsuelo en busca de movimientos de tierra que delatara posibles tumbas. Pero era inútil, no había rastros de enterramientos y la superficie era enorme, con un suelo demasiado compactado que complicaba las excavaciones. Hasta allí llegaban los personajes más extraños, como un rabdomante que con unas ramas secas usadas para buscar agua se animaba a predecir el sitio exacto de los enterramientos.
Edenilson, a todo esto, me contó que se había peleado con su mujer y se había ido de Santa Cruz a Vallegrande, apenas con un bolso. Los periodistas bonaerenses estaban paranoicos y pensaban que era un espía. Nunca lo sabré.
Para enviar material a la revista alquilé una computadora en el telecentro del pueblo y redacté un informe, mientras soportaba la burla de una enviada de Clarín por la lentitud en teclear. “¿Para qué te mandaron aquí si esto lo cubren los medios nacionales y las agencias?”, me interrogaba socarronamente. “No nos importa la inmediatez de la noticia, sino narrar el contexto de esta noticia, algo que no se percibe en la superficialidad de los cables que reproducen los diarios”, la arponeé. No me molestó más. Una vez impresa la nota, la tuve que faxear varias veces hacia Santiago del Estero, para que entrara al cierre, pero fue en vano porque la recibieron mal.
La búsqueda causó un gran revuelo en el pueblo. Los concejales pugnaban por retener los huesos de Guevara para hacer un museo, pero el entonces presidente de Bolivia, Gonzalo Sánchez, apodado “Goni” (cuyo castellano era difícil de entender porque conservaba el acento inglés de su vida en EEUU), había acordado entregarlos a Cuba. Así fue que pasaron tres días y mi cumpleaños me sorprendió lejos de casa. Pero fue inolvidable porque lo festejé con un grupo de periodistas, entre ellos un italiano de gran sabiduría y sencillez, que recorría Sudamérica como free-lance. Hubo mucha Paceña y fricasé. Creo que fue esa noche que alguien nos llamó a los gritos desde fuera de la fonda y salimos corriendo: nos deslumbramos al ver que en un cerro que dominaba el pueblo los lugareños habían encendido fogatas que formaban la palabra CHE. Nos desesperamos porque nuestras cámaras con lentes normales no alcanzaban a captar esa imagen impresionante.
Cierta noche salí a caminar por una carretera y me encontré con un espectáculo extraordinario: nubes de luciérnagas danzaban sobre los árboles y creaban un escenario mágico. Era como si las hojas temblaran agitadas por una leve brisa de chispas de luz. Tan es así que me olvidé las prevenciones que me habían hecho sobre supuestos salteadores que acechaban en los caminos, que afortunadamente resultaron falsas.
El pueblo estaba revolucionado con tantos extranjeros y muchos querían contar historias del Che. El vendedor de boletos de la flota de colectivos me retuvo como media hora mostrándome unas revistas de la época de la muerte de Guevara. Cuando volví a la fonda los bonaerenses se rieron de mí por haber perdido tiempo escuchando sus historias.
La rutina de aquellos días era desayunar en el mercado, ir a la excavación, comer en la fonda que se había convertido en punto de reunión de los periodistas y volver a la pensión. A veces paseaba por las callejuelas empinadas y terminaba agitado. Uno de esos días fuimos a conocer el hospital Cruz de Malta, en cuyos fondos había una lavandería en cuyo mesón se tomó una de las fotografías más célebres del cadáver exánime del Che, con militares que lo rodean como un trofeo y que hicieron desfilar al pueblo para mostrarles que el legendario guerrillero estaba bien muerto. Los muros de esa sencilla construcción conservan escritos de miles de turistas que garabatearon allí sus nombres y dedicatorias a Guevara.
Con el paso de los días y como no se producían noticias alentadoras, decidí regresar. Me quedé con ganas de visitar unas ruinas incaicas que los taxistas ofrecían conocer por una módica suma, o la escuelita de La Higuera donde fusilaron a Guevara. Saqué el boleto y me despedí del locuaz encargado y esa noche subí al colectivo a las apuradas. Cuando estábamos a punto de partir, vi al camarógrafo de la EEAF subir y susurrarle algo al oído al corresponsal de la BBC que estaba unos asientos más adelante. Era un tipo lacónico, que alquilaba en la misma pensión, y que se encerraba en su pieza a escuchar la radio en inglés. Lo vi incorporarse nervioso y bajarse del vehículo; me di cuenta que algo había sucedido y miré al camarógrafo que solamente me saludó. La primicia no era para mí. Pero bueno, mi trabajo ya había terminado: el inglés y mi compatriota camarógrafo se podían ir al diablo. Volví a Santa Cruz en una noche intranquila para mí; me desvelaba saber qué había pasado y por qué a mí no me avisaron. Al día siguiente compré el diario y lo supe: en tapa anunciaban el hallazgo de restos humanos en supuestos enterramientos clandestinos. Sospechaban que allí podían estar los huesos del Che. Maldije por las calles: justo me había largado. Ese día encontré a un periodista cordobés en la Terminal, que me contó detalles del hallazgo de varios cuerpos.
Mi rabia creció más aún cuando me percaté que me había olvidado los documentos en la pensión de Vallegrande y que no podría salir del país. En la desesperación llamé y me atendió la encargada, que me dijo que sí, que tenía los documentos, pero que no podía caminar cincuenta metros hasta la boletería del ómnibus para que me los enviaran porque no podía abandonar su local…. Me tuve que contener para no mandarla al infierno. Me acordé que Edenilson vivía en Santa Cruz y que tenía su número: lo llamé y nos juntamos en el centro. Me hizo caer en cuenta que llamara al conversador encargado de la boletería y me acompañó hasta la base de la empresa, desde donde se comunicaron por radio y el hombre dijo que haría el trámite sin demora. A los cinco minutos contestó que ya tenía los documentos y que los enviaba en el próximo coche. Respiré aliviado. Gracias a haber perdido media hora con su profusa conversación, me ubicaba perfectamente y estaba orgulloso de poder ayudarme. Me acordé de los bonaerenses que se las sabían a todas… Esa noche mientras caminaba encontré un local que anunciaba pizza y pasta argentina. Entré a festejar –porque nunca me habituaré a las comidas locales altamente condimentadas- y me encontré con que su dueño era sureño, de Chubut si mal no recuerdo. Volví embriagado al hotel y me atajó la esposa del dueño, que cada vez que me veía me preguntaba por sueldos y el costo de vida en Argentina. Se quería ir a trabajar de empleada doméstica, lo que no dejaba de sorprenderme porque era una mujer formada y además supuestamente copropietaria de un hotel dos estrellas que trabajaba bastante. Aún así debía vivir su propio infierno para querer huir. Al día siguiente, con mis documentos en la mano pude sacar boleto de regreso a la Argentina. Debo decir que esa edición de la revista se agotó y solamente conservaba un ejemplar, que no tuve otro remedio que regalar al hermano del Che, Roberto Guevara de la Serna, que se mostró interesado por la crónica al cabo de una entrevista, y no tuve tiempo de sacar ni siquiera una fotocopia. Así perdí para siempre el mejor reportaje que creo haber escrito en veinte años de experiencia. Recibí felicitaciones de varios lectores, pero no puedo olvidar que el escritor Juan Manuel Aragón se levantara de una mesa en el Jockey Club para halagar el escrito de un periodista inexperto. Seguí la noticia durante varios meses y con cierto alivio me enteré que los restos que encontraron durante mi estadía no eran de Guevara, sino de algunos de sus guerrilleros. A él lo encontrarían dos años más tarde, en 1997, y sería enviado a Cuba. Algún día cumpliré mi deseo de volver a Vallegrande para volver a estremecerme en aquellos montes bañados por la luz de la luna.
Esa tarde partí hacia Vallegrande, un pueblo en medio de cerros, a unos 2000 metros sobre el nivel del mar, que se pasó a la historia porque allí fueron exhibidos los restos de Guevara, después de su captura y ejecución. Llegué con la noche avanzada y me sorprendió una enorme torre de la iglesia, en la plaza principal, pero no pude detenerme mucho porque debía buscar con urgencia un lugar para hospedarme. Las calles estaban desiertas y hacía mucho frío. Me uní a un brasileño llamado Edenilson, con quien logramos despertar a la dueña de una pensión y alquilamos la única habitación disponible.
Al día siguiente me dirigí hacia la vieja pista de aterrizaje del poblado, donde ya trabajaba el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), que ganó su renombre en el continente por su descubrimiento de enterramientos clandestinos de víctimas de la dictadura militar. En ese lugar también me hice amigo de una pareja de una radio bonaerense y del camarógrafo que documentaba el trabajo de la EAAF. En el lugar deambulaban periodistas, en su mayoría argentinos. Todos terminamos en una fonda a la hora del almuerzo, regado con abundante cerveza Paceña. Rato después volvimos al lugar de búsqueda, donde los antropólogos se afanaban con un sistema que escaneaba el subsuelo en busca de movimientos de tierra que delatara posibles tumbas. Pero era inútil, no había rastros de enterramientos y la superficie era enorme, con un suelo demasiado compactado que complicaba las excavaciones. Hasta allí llegaban los personajes más extraños, como un rabdomante que con unas ramas secas usadas para buscar agua se animaba a predecir el sitio exacto de los enterramientos.
Edenilson, a todo esto, me contó que se había peleado con su mujer y se había ido de Santa Cruz a Vallegrande, apenas con un bolso. Los periodistas bonaerenses estaban paranoicos y pensaban que era un espía. Nunca lo sabré.
Para enviar material a la revista alquilé una computadora en el telecentro del pueblo y redacté un informe, mientras soportaba la burla de una enviada de Clarín por la lentitud en teclear. “¿Para qué te mandaron aquí si esto lo cubren los medios nacionales y las agencias?”, me interrogaba socarronamente. “No nos importa la inmediatez de la noticia, sino narrar el contexto de esta noticia, algo que no se percibe en la superficialidad de los cables que reproducen los diarios”, la arponeé. No me molestó más. Una vez impresa la nota, la tuve que faxear varias veces hacia Santiago del Estero, para que entrara al cierre, pero fue en vano porque la recibieron mal.
La búsqueda causó un gran revuelo en el pueblo. Los concejales pugnaban por retener los huesos de Guevara para hacer un museo, pero el entonces presidente de Bolivia, Gonzalo Sánchez, apodado “Goni” (cuyo castellano era difícil de entender porque conservaba el acento inglés de su vida en EEUU), había acordado entregarlos a Cuba. Así fue que pasaron tres días y mi cumpleaños me sorprendió lejos de casa. Pero fue inolvidable porque lo festejé con un grupo de periodistas, entre ellos un italiano de gran sabiduría y sencillez, que recorría Sudamérica como free-lance. Hubo mucha Paceña y fricasé. Creo que fue esa noche que alguien nos llamó a los gritos desde fuera de la fonda y salimos corriendo: nos deslumbramos al ver que en un cerro que dominaba el pueblo los lugareños habían encendido fogatas que formaban la palabra CHE. Nos desesperamos porque nuestras cámaras con lentes normales no alcanzaban a captar esa imagen impresionante.
Cierta noche salí a caminar por una carretera y me encontré con un espectáculo extraordinario: nubes de luciérnagas danzaban sobre los árboles y creaban un escenario mágico. Era como si las hojas temblaran agitadas por una leve brisa de chispas de luz. Tan es así que me olvidé las prevenciones que me habían hecho sobre supuestos salteadores que acechaban en los caminos, que afortunadamente resultaron falsas.
El pueblo estaba revolucionado con tantos extranjeros y muchos querían contar historias del Che. El vendedor de boletos de la flota de colectivos me retuvo como media hora mostrándome unas revistas de la época de la muerte de Guevara. Cuando volví a la fonda los bonaerenses se rieron de mí por haber perdido tiempo escuchando sus historias.
La rutina de aquellos días era desayunar en el mercado, ir a la excavación, comer en la fonda que se había convertido en punto de reunión de los periodistas y volver a la pensión. A veces paseaba por las callejuelas empinadas y terminaba agitado. Uno de esos días fuimos a conocer el hospital Cruz de Malta, en cuyos fondos había una lavandería en cuyo mesón se tomó una de las fotografías más célebres del cadáver exánime del Che, con militares que lo rodean como un trofeo y que hicieron desfilar al pueblo para mostrarles que el legendario guerrillero estaba bien muerto. Los muros de esa sencilla construcción conservan escritos de miles de turistas que garabatearon allí sus nombres y dedicatorias a Guevara.
Con el paso de los días y como no se producían noticias alentadoras, decidí regresar. Me quedé con ganas de visitar unas ruinas incaicas que los taxistas ofrecían conocer por una módica suma, o la escuelita de La Higuera donde fusilaron a Guevara. Saqué el boleto y me despedí del locuaz encargado y esa noche subí al colectivo a las apuradas. Cuando estábamos a punto de partir, vi al camarógrafo de la EEAF subir y susurrarle algo al oído al corresponsal de la BBC que estaba unos asientos más adelante. Era un tipo lacónico, que alquilaba en la misma pensión, y que se encerraba en su pieza a escuchar la radio en inglés. Lo vi incorporarse nervioso y bajarse del vehículo; me di cuenta que algo había sucedido y miré al camarógrafo que solamente me saludó. La primicia no era para mí. Pero bueno, mi trabajo ya había terminado: el inglés y mi compatriota camarógrafo se podían ir al diablo. Volví a Santa Cruz en una noche intranquila para mí; me desvelaba saber qué había pasado y por qué a mí no me avisaron. Al día siguiente compré el diario y lo supe: en tapa anunciaban el hallazgo de restos humanos en supuestos enterramientos clandestinos. Sospechaban que allí podían estar los huesos del Che. Maldije por las calles: justo me había largado. Ese día encontré a un periodista cordobés en la Terminal, que me contó detalles del hallazgo de varios cuerpos.
Mi rabia creció más aún cuando me percaté que me había olvidado los documentos en la pensión de Vallegrande y que no podría salir del país. En la desesperación llamé y me atendió la encargada, que me dijo que sí, que tenía los documentos, pero que no podía caminar cincuenta metros hasta la boletería del ómnibus para que me los enviaran porque no podía abandonar su local…. Me tuve que contener para no mandarla al infierno. Me acordé que Edenilson vivía en Santa Cruz y que tenía su número: lo llamé y nos juntamos en el centro. Me hizo caer en cuenta que llamara al conversador encargado de la boletería y me acompañó hasta la base de la empresa, desde donde se comunicaron por radio y el hombre dijo que haría el trámite sin demora. A los cinco minutos contestó que ya tenía los documentos y que los enviaba en el próximo coche. Respiré aliviado. Gracias a haber perdido media hora con su profusa conversación, me ubicaba perfectamente y estaba orgulloso de poder ayudarme. Me acordé de los bonaerenses que se las sabían a todas… Esa noche mientras caminaba encontré un local que anunciaba pizza y pasta argentina. Entré a festejar –porque nunca me habituaré a las comidas locales altamente condimentadas- y me encontré con que su dueño era sureño, de Chubut si mal no recuerdo. Volví embriagado al hotel y me atajó la esposa del dueño, que cada vez que me veía me preguntaba por sueldos y el costo de vida en Argentina. Se quería ir a trabajar de empleada doméstica, lo que no dejaba de sorprenderme porque era una mujer formada y además supuestamente copropietaria de un hotel dos estrellas que trabajaba bastante. Aún así debía vivir su propio infierno para querer huir. Al día siguiente, con mis documentos en la mano pude sacar boleto de regreso a la Argentina. Debo decir que esa edición de la revista se agotó y solamente conservaba un ejemplar, que no tuve otro remedio que regalar al hermano del Che, Roberto Guevara de la Serna, que se mostró interesado por la crónica al cabo de una entrevista, y no tuve tiempo de sacar ni siquiera una fotocopia. Así perdí para siempre el mejor reportaje que creo haber escrito en veinte años de experiencia. Recibí felicitaciones de varios lectores, pero no puedo olvidar que el escritor Juan Manuel Aragón se levantara de una mesa en el Jockey Club para halagar el escrito de un periodista inexperto. Seguí la noticia durante varios meses y con cierto alivio me enteré que los restos que encontraron durante mi estadía no eran de Guevara, sino de algunos de sus guerrilleros. A él lo encontrarían dos años más tarde, en 1997, y sería enviado a Cuba. Algún día cumpliré mi deseo de volver a Vallegrande para volver a estremecerme en aquellos montes bañados por la luz de la luna.
lunes, 24 de mayo de 2010
Perdido en el río Caraparí
Cada vez que la familia se reúne y a la hora del café se habla de los sucesos de mi infancia, inevitablemente surge el recuerdo del día que me perdí cerca del río Caraparí. Y hay heridas que no cierran. Con los años encontré un rótulo psicoanalítico a lo que me sucedió allá por 1976, cuando tenía cuatro años: “trauma abandónico”. Pero vayamos a los hechos. En algún mes cálido de aquel año mi padre nos llevó a sus cuatro hijos a conocer aquel turbulento río de montaña, en los límites con Bolivia, junto con un amigo suyo. Nosotros vivíamos a pocos kilómetros de allí, en un pueblo de YPF llamado Agüaray, “río de lobos”, según la traducción de la toponimia aborigen. Mi padre era técnico químico en la destilería de Campo Durán, que nunca llegué a conocer, pero de la cual conservo algunas fotos blanco y negro, algo ajadas. Un lugar que se parecía a una base lunar, lleno de tanques, torres y cañerías. Cierto día de aquel año decidió salir a pasear con sus hijos y un amigo por el Caraparí, y allí fuimos, en el glorioso Valiant blanco.
Recuerdo que llegamos a unas viejas ruinas, construcciones abandonadas cerca del río, y que junto a mi hermano Raúl nos trepamos a un viejo tractor desvencijado, mientras Patricia y Alejandra deambulaban por las ruinas.
En un momento de aquella tarde, escuché la voz de mi padre llamándonos. Y como en un sueño, recuerdo a mis hermanos yéndose, dejándome atrás, sin que pudiera alcanzarlos. De pronto quedé totalmente solo en medio de aquellas construcciones abandonadas y rodeadas de zanjas y monte. Sólo aquel que alguna vez ha sido abandonado en el medio de la nada sabrá la desesperación y la angustia que se apoderó de mí, con cuatro años de vida. Vagué entre las paredes inconclusas llorando, llamando a mis seres queridos, sin otra respuesta que el silencio.
No sé cómo, pero al cabo de un rato me decidí: llegué hasta la ruta por la cual habíamso llegado y comencé a desandar kilómetros a pie, llorando. Una ruta interminable que alguna vez se transformó en pesadilla, años después, con una banquina que terminaba en precipicios de vértigo. Caminé mucho tiempo, no sé, horas tal vez, viendo vehículos ir y venir. ¿Qué habrán pensado sus conductores al ver un niño solo caminando al costado de la ruta, cubierto de lágrimas? No lo sé, pero ninguno paró. La tarde caía y yo era guiado ciegamente en una dirección hacia el pueblo en el que me esperaba mi madre: me parecía ver su rostro en medio de aquella desolación y despertaba en mí una enorme angustia, pero también una esperanza. De repente, un Ford Falcon se detuvo en la banquina contraria y se bajó mi padre, que estaba acompañado por su amigo. Nunca vería, como aquella vez, su rostro pálido y desencajado por el miedo. Una figura paterna que inspiraba respeto y a la vez temor, pero que aquella tarde no tuvo hacia mí ningún reproche. Comprendí tiempo después que él tenía más miedo que yo, miedo de haberme perdido, de tener que explicarle a mi madre que yo me había extraviado. Su mundo tembló aquel día. Tiempo antes ya los había asustado al escapar de casa e internarme en medio de un caballar de Gendarmería Nacional. Recuerdo vagamente que entré en el corral y sentía los cuerpos tibios de las bestias, acariciaba sus suaves pieles iluminadas por la luna llena, hasta que alguien apareció muy discretamente y me sacó de allí sin hacer alboroto, para que los animales no se pusieran nerviosos y todo terminara trágicamente. Pero bueno, finalmente regresamos a casa y supe que mi padre y mis hermanos habían ido a ver un dique en el Caraparí y que pensaron que yo me quedaría solo, jugando en las ruinas, que los esperaría entretenido hasta que regresaran, horas después. También supe que había tomado la dirección correcta hacia el pueblo en el que vivíamos, algo incomprensible por la escasa edad que tenía. Todavía no terminó de entender lo que pasó aquel día, pero lo cierto es que no puedo olvidarlo. Que de vez en cuando vuelve como una pesadilla recurrente, como un enigma que no acabo de resolver.
Recuerdo que llegamos a unas viejas ruinas, construcciones abandonadas cerca del río, y que junto a mi hermano Raúl nos trepamos a un viejo tractor desvencijado, mientras Patricia y Alejandra deambulaban por las ruinas.
En un momento de aquella tarde, escuché la voz de mi padre llamándonos. Y como en un sueño, recuerdo a mis hermanos yéndose, dejándome atrás, sin que pudiera alcanzarlos. De pronto quedé totalmente solo en medio de aquellas construcciones abandonadas y rodeadas de zanjas y monte. Sólo aquel que alguna vez ha sido abandonado en el medio de la nada sabrá la desesperación y la angustia que se apoderó de mí, con cuatro años de vida. Vagué entre las paredes inconclusas llorando, llamando a mis seres queridos, sin otra respuesta que el silencio.
No sé cómo, pero al cabo de un rato me decidí: llegué hasta la ruta por la cual habíamso llegado y comencé a desandar kilómetros a pie, llorando. Una ruta interminable que alguna vez se transformó en pesadilla, años después, con una banquina que terminaba en precipicios de vértigo. Caminé mucho tiempo, no sé, horas tal vez, viendo vehículos ir y venir. ¿Qué habrán pensado sus conductores al ver un niño solo caminando al costado de la ruta, cubierto de lágrimas? No lo sé, pero ninguno paró. La tarde caía y yo era guiado ciegamente en una dirección hacia el pueblo en el que me esperaba mi madre: me parecía ver su rostro en medio de aquella desolación y despertaba en mí una enorme angustia, pero también una esperanza. De repente, un Ford Falcon se detuvo en la banquina contraria y se bajó mi padre, que estaba acompañado por su amigo. Nunca vería, como aquella vez, su rostro pálido y desencajado por el miedo. Una figura paterna que inspiraba respeto y a la vez temor, pero que aquella tarde no tuvo hacia mí ningún reproche. Comprendí tiempo después que él tenía más miedo que yo, miedo de haberme perdido, de tener que explicarle a mi madre que yo me había extraviado. Su mundo tembló aquel día. Tiempo antes ya los había asustado al escapar de casa e internarme en medio de un caballar de Gendarmería Nacional. Recuerdo vagamente que entré en el corral y sentía los cuerpos tibios de las bestias, acariciaba sus suaves pieles iluminadas por la luna llena, hasta que alguien apareció muy discretamente y me sacó de allí sin hacer alboroto, para que los animales no se pusieran nerviosos y todo terminara trágicamente. Pero bueno, finalmente regresamos a casa y supe que mi padre y mis hermanos habían ido a ver un dique en el Caraparí y que pensaron que yo me quedaría solo, jugando en las ruinas, que los esperaría entretenido hasta que regresaran, horas después. También supe que había tomado la dirección correcta hacia el pueblo en el que vivíamos, algo incomprensible por la escasa edad que tenía. Todavía no terminó de entender lo que pasó aquel día, pero lo cierto es que no puedo olvidarlo. Que de vez en cuando vuelve como una pesadilla recurrente, como un enigma que no acabo de resolver.
sábado, 10 de abril de 2010
Bajo las estrellas heladas
Saúl está paralizado en la cama, no ve nada, ni a diez centímetros de su nariz, pero puede percibir al otro respirando en la oscuridad, acercándose lentamente hacia él. Piensa que tiene sólo 13 años y que quiere vivir. Se acuerda de sus amigos que yacen exánimes cerca de él y tiembla. El ser lo rodea y sus movimientos no producen ni el menor ruido. Un día atrás pensaba que estas serían sus vacaciones ideales, pero todo se convirtió en una pesadilla.
………………………………………………………………………………………….
El sábado a la mañana el padre de José María los había llevado en su auto hasta su finca en el interior del departamento Banda. El grupo de amigos bajó entusiasmado: buscaban emociones nuevas para sus guiones de historieta. José María y Virgilio eran amigos y compinches; los secundaban Fernando, hermano del segundo y Saúl, un nuevo amigo invitado. Todos promediaban los 13y 14 años.
Saúl apenas llegó se dedicó a explorar la extensa finca, constituida por un rancho y un galpón enorme lleno de máquinas muertas y un sembradío, como si fuera una isla rodeada de un mar verde de monte.
Los demás se peleaban en la cocina intentando cocinar un guiso que al comerlo quemaba los labios por exceso de pimienta blanca. Esa siesta se dedicaron a las tareas de campo: cortar leña para la chimenea resultó más complicado de lo que parecía para manos inexpertas que terminaron ampolladas y luego curiosearon alrededor de un profundo pozo de agua que se estaba excavando y en el que se perdía una cuerda con polea y una silleta en la que debían bajar los peones.
José María los llamó a todos al sembradío: “vengan a ver lo que encontraron cuando pasaban el arado…” Todos corrieron hacia allí y vieron la urna funeraria indígena, husmearon en su interior y entrevieron un esqueleto grande que abrazaba a otro pequeño, como de un bebé. Era evidente que cientos de años atrás ese lugar era un cementerio. Imprevistamente José María volteó la urna de una patada y un pequeño bultito salió rodando. Era el recién nacido. El grupo empezó a reír a carcajadas.
“¡Pará boludo! ¿Qué haces? –le recriminó Saúl, que veía como un sacrilegio tanto desprecio por los muertos-.
José María le pegó un empujón. Saúl tenía la cara enrojecida de bronca. Los otros rieron más. Entonces el otro comenzó a patear los restos, desperdigando los huesos.
Saúl se alejó enfurecido, maldecía la hora en que decidió pasar el fin de semana con ellos. Mientras volvía pasó por el costado del pozo oscuro y le pareció que algo se agitaba abajo. Pensó que sería algún animal que tuvo la mala suerte de caer. Se dirigió hacia el monte mientras los demás se introducían en el galpón y comenzaban a jugar arrojándose almidón a la cabeza. Sus amigos de repente comenzaron a perseguirlo para embadurnarlo con las manos llenas de sustancia blanca, pero Saúl fue más rápido y se internó en los laberintos del monte, no sin desgarrarse la piel con las ramas de vinal. Corrió y corrió hasta que ya no escuchó a sus perseguidores. De pronto se sintió perdido, caminó y caminó pero le parecía que vagaba en círculos, que siempre terminaba en el mismo lugar. Entonces se encaramó a un alto árbol y observando sobre la muralla de vegetación logró divisar el galpón, del que salían sus amigos completamente blancos por el almidón y lo llamaban a gritos. Pensó que había escapado a tiempo. Miró alrededor y vio el monte infinito. Luego bajó y siguió caminando sin sentido, evitando a sus amigos gracias a la referencia de sus propios gritos y risas. De pronto ya no los oyó más. Llegó a una especie de claro donde sobresalía un árbol caído, derribado por un rayo que lo calcinó en su base. Sólo se oía el rumor del agua de una acequia cercana. Hacía un calor agradable y resolvió acostarse sobre el árbol. Cerró los ojos para aguzar su sentido auditivo: escuchó mejor el ruido del agua, las ramas que hacían silbar al viento y de pronto todo fue silencio, hasta una bandada de catas se acalló y salió volando. Entonces percibió algo que se movía a su alrededor, con sigilo. Se incorporó y miró en esa dirección, pero la espesura del monte achaparrado impedía ver algo. Supuso que debía tratarse de alguna criatura salvaje, una corzuela o un chancho del monte, deslizándose. El ruido cesó. Entonces volvió a recostarse y se olvidó de todo… lo invadió una somnolencia, una especie de éxtasis casi ante la exuberancia del monte. Era como si esperase que alguna entidad se revelara y le diera un buen argumento para una historia. Abrió los ojos y no había nada ni nadie. Cuando quiso volver ya estaba oscureciendo y con terror advirtió que daba vueltas en círculos, estaba perdido. Comenzó a correr por los corredores abiertos en el monte, con las espinas de vinales desgarrando su ropa. El monte le pareció siniestro y amenazante. Le oprimía el pecho. Intentó calmarse y pensar. Entonces volvió a treparse a un árbol y como a los cinco metros de altura pudo descubrir las luces del rancho.
José María, Virgilio y Fernando ya se habían bañado y tomaban mate. Saúl no les dirigió la palabra. Esa noche comieron e hicieron una gran fogata con leña, como un faro de luz en medio de la fría negrura de la noche. Contaban chistes y cuentos, cuando escucharon el ruido de una motocicleta acercándose. De pronto apareció un sujeto acompañado por una mujer. Habló con José María, aparte, y luego de echarles una ojeada -que transmitía desprecio- se marchó. El otro volvió conteniendo la risa y contó al grupo que era un empleado de su padre, que le había dicho que cierre bien las puertas de noche porque había una criatura que a veces solía vagar de noche y que más de una vez dejó las marcas de sus garras en la madera. Estalló en carcajadas porque suponía que venía con esa mujer a tener sexo y quería meterles miedo, pero sus planes se habían arruinado con las visitas.
Esa noche a Saúl le costó conciliar el sueño. Estaba acostado en una cama grande, con José María y Virgilio, mientras Fernando dormía en otra piecita. Arriba había un enorme plástico que los protegía de la caída de las vinchucas y él sentía los golpecitos que hacían los insectos al caer y caminar. Por la puerta abierta miraba hacia fuera y creía percibir bultos que iban y venían en la noche bañada por la luz lunar, hasta que se durmió. Varias horas después algo lo despertó… apenas levantó los ojos por encima de la frazada. Aún estaba oscuro… pero en esa negrura alcanzó a divisar una silueta al pie de la cama, mirándolo con ojos de un plateado apagado. El terror lo dejó sin poder respirar. Sintió que el corazón lo delataba con su frenético palpitar. Paralizado como estaba vio que ese ser, que tenía lejana similitud humana, en absoluto silencio comenzó arrastrar de los pies a José María, quien parecía dormido. Un terror innombrable invadió a Saúl, mezclado con la impotencia de no poder gritar, no poder correr… Unos minutos después vio de soslayo que se llevaba a Virgilio, quien tampoco reaccionaba. El pánico lo asfixiaba. Luego vino por él. Sintió unas garras tomarlo de los pies y se vio deslizándose por el piso de tierra, absolutamente consciente, pero sin poder resistirse, incapaz de pedir auxilio. La criatura parecía una sombra que se movía sin causar el menor ruido, ya más de cerca percibió el olor nauseabundo que despedía. Cuando lo arrastró por el patio vio las estrellas heladas, que parecían burlarse de su tragedia. Quería gritar, pero de su garganta no salía el menor sonido. Finalmente llegaron al borde del pozo y el ser empezó a empujarlo rodando hacia la circular boca negra. Cayó y fue a dar pesadamente sobre los cuerpos de sus amigos, mojados por agua barrosa y gélida. Arriba sólo se veía la boca del pozo, débilmente iluminada por la luz de la Luna. Aún lloraba de miedo cuando se desvaneció.
……………………………………………………………………………………………
El domingo a la tarde el padre de José María encontró a los cuatro amigos muertos en el fondo del pozo. Nunca pudo superar la tragedia. Los peritos que tuvieron que izar los cadáveres con ganchos nunca olvidarían los rostros desencajados por el terror de los adolescentes. Sus ojos bien abiertos. Un informe forense indicó que murieron asfixiados al aproximarse al pozo de agua, en cuya excavación debió liberarse un bolsón de gas metano atrapado entre las napas freáticas durante miles de años. Uno de ellos debió caer desvanecido y los demás siguieron la misma suerte al tratar de rescatarlo, víctimas del letal gas, imperceptible al olfato. Esa fue la poco convincente explicación judicial que silenció detalles inexplicables y aterradores, como las lesiones de agarre que todos los cuerpos tenían en los tobillos y los signos de arrastre en el suelo, que iban desde las camas hasta el pozo.
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El sábado a la mañana el padre de José María los había llevado en su auto hasta su finca en el interior del departamento Banda. El grupo de amigos bajó entusiasmado: buscaban emociones nuevas para sus guiones de historieta. José María y Virgilio eran amigos y compinches; los secundaban Fernando, hermano del segundo y Saúl, un nuevo amigo invitado. Todos promediaban los 13y 14 años.
Saúl apenas llegó se dedicó a explorar la extensa finca, constituida por un rancho y un galpón enorme lleno de máquinas muertas y un sembradío, como si fuera una isla rodeada de un mar verde de monte.
Los demás se peleaban en la cocina intentando cocinar un guiso que al comerlo quemaba los labios por exceso de pimienta blanca. Esa siesta se dedicaron a las tareas de campo: cortar leña para la chimenea resultó más complicado de lo que parecía para manos inexpertas que terminaron ampolladas y luego curiosearon alrededor de un profundo pozo de agua que se estaba excavando y en el que se perdía una cuerda con polea y una silleta en la que debían bajar los peones.
José María los llamó a todos al sembradío: “vengan a ver lo que encontraron cuando pasaban el arado…” Todos corrieron hacia allí y vieron la urna funeraria indígena, husmearon en su interior y entrevieron un esqueleto grande que abrazaba a otro pequeño, como de un bebé. Era evidente que cientos de años atrás ese lugar era un cementerio. Imprevistamente José María volteó la urna de una patada y un pequeño bultito salió rodando. Era el recién nacido. El grupo empezó a reír a carcajadas.
“¡Pará boludo! ¿Qué haces? –le recriminó Saúl, que veía como un sacrilegio tanto desprecio por los muertos-.
José María le pegó un empujón. Saúl tenía la cara enrojecida de bronca. Los otros rieron más. Entonces el otro comenzó a patear los restos, desperdigando los huesos.
Saúl se alejó enfurecido, maldecía la hora en que decidió pasar el fin de semana con ellos. Mientras volvía pasó por el costado del pozo oscuro y le pareció que algo se agitaba abajo. Pensó que sería algún animal que tuvo la mala suerte de caer. Se dirigió hacia el monte mientras los demás se introducían en el galpón y comenzaban a jugar arrojándose almidón a la cabeza. Sus amigos de repente comenzaron a perseguirlo para embadurnarlo con las manos llenas de sustancia blanca, pero Saúl fue más rápido y se internó en los laberintos del monte, no sin desgarrarse la piel con las ramas de vinal. Corrió y corrió hasta que ya no escuchó a sus perseguidores. De pronto se sintió perdido, caminó y caminó pero le parecía que vagaba en círculos, que siempre terminaba en el mismo lugar. Entonces se encaramó a un alto árbol y observando sobre la muralla de vegetación logró divisar el galpón, del que salían sus amigos completamente blancos por el almidón y lo llamaban a gritos. Pensó que había escapado a tiempo. Miró alrededor y vio el monte infinito. Luego bajó y siguió caminando sin sentido, evitando a sus amigos gracias a la referencia de sus propios gritos y risas. De pronto ya no los oyó más. Llegó a una especie de claro donde sobresalía un árbol caído, derribado por un rayo que lo calcinó en su base. Sólo se oía el rumor del agua de una acequia cercana. Hacía un calor agradable y resolvió acostarse sobre el árbol. Cerró los ojos para aguzar su sentido auditivo: escuchó mejor el ruido del agua, las ramas que hacían silbar al viento y de pronto todo fue silencio, hasta una bandada de catas se acalló y salió volando. Entonces percibió algo que se movía a su alrededor, con sigilo. Se incorporó y miró en esa dirección, pero la espesura del monte achaparrado impedía ver algo. Supuso que debía tratarse de alguna criatura salvaje, una corzuela o un chancho del monte, deslizándose. El ruido cesó. Entonces volvió a recostarse y se olvidó de todo… lo invadió una somnolencia, una especie de éxtasis casi ante la exuberancia del monte. Era como si esperase que alguna entidad se revelara y le diera un buen argumento para una historia. Abrió los ojos y no había nada ni nadie. Cuando quiso volver ya estaba oscureciendo y con terror advirtió que daba vueltas en círculos, estaba perdido. Comenzó a correr por los corredores abiertos en el monte, con las espinas de vinales desgarrando su ropa. El monte le pareció siniestro y amenazante. Le oprimía el pecho. Intentó calmarse y pensar. Entonces volvió a treparse a un árbol y como a los cinco metros de altura pudo descubrir las luces del rancho.
José María, Virgilio y Fernando ya se habían bañado y tomaban mate. Saúl no les dirigió la palabra. Esa noche comieron e hicieron una gran fogata con leña, como un faro de luz en medio de la fría negrura de la noche. Contaban chistes y cuentos, cuando escucharon el ruido de una motocicleta acercándose. De pronto apareció un sujeto acompañado por una mujer. Habló con José María, aparte, y luego de echarles una ojeada -que transmitía desprecio- se marchó. El otro volvió conteniendo la risa y contó al grupo que era un empleado de su padre, que le había dicho que cierre bien las puertas de noche porque había una criatura que a veces solía vagar de noche y que más de una vez dejó las marcas de sus garras en la madera. Estalló en carcajadas porque suponía que venía con esa mujer a tener sexo y quería meterles miedo, pero sus planes se habían arruinado con las visitas.
Esa noche a Saúl le costó conciliar el sueño. Estaba acostado en una cama grande, con José María y Virgilio, mientras Fernando dormía en otra piecita. Arriba había un enorme plástico que los protegía de la caída de las vinchucas y él sentía los golpecitos que hacían los insectos al caer y caminar. Por la puerta abierta miraba hacia fuera y creía percibir bultos que iban y venían en la noche bañada por la luz lunar, hasta que se durmió. Varias horas después algo lo despertó… apenas levantó los ojos por encima de la frazada. Aún estaba oscuro… pero en esa negrura alcanzó a divisar una silueta al pie de la cama, mirándolo con ojos de un plateado apagado. El terror lo dejó sin poder respirar. Sintió que el corazón lo delataba con su frenético palpitar. Paralizado como estaba vio que ese ser, que tenía lejana similitud humana, en absoluto silencio comenzó arrastrar de los pies a José María, quien parecía dormido. Un terror innombrable invadió a Saúl, mezclado con la impotencia de no poder gritar, no poder correr… Unos minutos después vio de soslayo que se llevaba a Virgilio, quien tampoco reaccionaba. El pánico lo asfixiaba. Luego vino por él. Sintió unas garras tomarlo de los pies y se vio deslizándose por el piso de tierra, absolutamente consciente, pero sin poder resistirse, incapaz de pedir auxilio. La criatura parecía una sombra que se movía sin causar el menor ruido, ya más de cerca percibió el olor nauseabundo que despedía. Cuando lo arrastró por el patio vio las estrellas heladas, que parecían burlarse de su tragedia. Quería gritar, pero de su garganta no salía el menor sonido. Finalmente llegaron al borde del pozo y el ser empezó a empujarlo rodando hacia la circular boca negra. Cayó y fue a dar pesadamente sobre los cuerpos de sus amigos, mojados por agua barrosa y gélida. Arriba sólo se veía la boca del pozo, débilmente iluminada por la luz de la Luna. Aún lloraba de miedo cuando se desvaneció.
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El domingo a la tarde el padre de José María encontró a los cuatro amigos muertos en el fondo del pozo. Nunca pudo superar la tragedia. Los peritos que tuvieron que izar los cadáveres con ganchos nunca olvidarían los rostros desencajados por el terror de los adolescentes. Sus ojos bien abiertos. Un informe forense indicó que murieron asfixiados al aproximarse al pozo de agua, en cuya excavación debió liberarse un bolsón de gas metano atrapado entre las napas freáticas durante miles de años. Uno de ellos debió caer desvanecido y los demás siguieron la misma suerte al tratar de rescatarlo, víctimas del letal gas, imperceptible al olfato. Esa fue la poco convincente explicación judicial que silenció detalles inexplicables y aterradores, como las lesiones de agarre que todos los cuerpos tenían en los tobillos y los signos de arrastre en el suelo, que iban desde las camas hasta el pozo.
martes, 23 de febrero de 2010
El espectro de la villa
Mi pasión por la fotografía me llevó como hipnotizado hacia esa villa, uno de los pocos cascos de estancia de La Banda que aún subsistía en pie. Un compañero de estudios me había prestado su cámara, una Canon de última generación, que valía quién sabe cuántos sueldos míos de administrativo, con los que costeaba mi formación.
En ese lugar ya habíamos hecho algunas fotografías para un trabajo práctico de la universidad y debo confesar que esa casona derruida ejercía un magnetismo sobre mí desde entonces. En sueños caminaba por el interior de esa casa. Mi padre había estado allí en su juventud, porque fue compañero de un hijo de los propietarios, y me había contado que era hermosa: recordaba que me mencionó un living enorme sobre el que flotaba una araña magnífica y una enorme escalera que daba hacia los dormitorios en la planta alta.
Hoy, lejos de ese resplandor pasado, la entrada principal lucia cubierta de malezas y al abrirme paso quedé estupefacto al descubrir un borracho que dormía tirado en el suelo. Le saqué una foto y ni siquiera se mosqueó. Continué hacia la extravagante construcción, que tenía dos alas y una torre que servía de observatorio, cubiertas de musgo y de olvido. Las paredes estaban sucias con escritos y olían a orín. Avancé por las escalinatas de la entrada y adentro se abrió un enorme salón. Entonces creí oír un vals lejano, como un eco entre las paredes desnudas. “Vals triste”, de Sibelius, se me ocurrió.
Sacudí la cabeza y continué. Mis pisadas crujían en un piso cubierto de polvillo y restos putrefactos de hojas, que arrojaban al aire un aroma a muerte. Hacía mucho calor. Subí por unas escaleras y llegué a un borde donde debió derrumbarse parte del techo. Era un lugar peligroso porque cada pisada hacía vibrar la antiquísima estructura. Saqué unas fotos de la luz que entraba por las ventanas y jugaba con las penumbras. Había un baño enorme, con revestimiento lujoso y con caños de plomo que asomaban y que alguna vez terminaron en piezas de bronce, despojadas por el vandalismo. Me senté en el dintel de una ventana… extasiado por tanta belleza muerta… Recordé que en esa casa se decía que vivió un jerarca nazi, que tenía experimentos espeluznantes con animales en el sótano y se creía que se refugió en Argentina para evitar los juicios por atrocidades en los campos de concentración. Una especie de remolino interrumpió mis pensamientos al ingresar por una ventana: después de levantar una nube de polvillo me rodeó y creí escuchar el susurro de una voz. Era incomprensible lo que decía. Me causó escalofríos. Tomé la cámara como un reflejo y me preparé para lo desconocido. Me encontraba en lo que debió ser una recámara y las únicas luces que ingresaban por las ventanas develaban el polvillo en suspensión, que volvía a asentarse… en medio de un silencio sepulcral. Me quedé un rato esperando… hasta que creí ver una silueta en el umbral de la habitación… era una mujer, que desapareció escaleras abajo, como un destello blanco. La seguí sintiendo cómo temblaba el suelo bajo mis pies, en esa construcción de fines del Siglo XIX. Bajé las escaleras y creí percibir un perfume que me extasió. Salí de la casa y la arboleda se mecía por un fresco viento que hacía más agradable aquella calurosa siesta. No había signos de vida. Sólo el molino derruido crujía movido por el viento. Me senté en las escalinatas de la casa, confundido, y fue entonces cuando escuché el canto… en un idioma incomprensible. Se me puso la piel de gallina… era la voz de una mujer… tarareando una canción cuyo lengua desconocía. Tal vez un dialecto sajón, se me ocurrió. Provenía de la arboleda cercana al molino. Caminé hacia allí, siempre con la cámara preparada y vi que había una especie de piletón elevado, con sus bordes recubiertos de manchas negras de moho. Recordé las viejas leyendas, que decían que la esposa del médico que vivió en esa casona acostumbraba a bañarse desnuda en un una pileta y eso generaba el comentario escandalizado entre la puritana sociedad bandeña de mediados del Siglo XX. Subí los escalones y allí estaba ella, completamente desnuda, nadando suavemente en agua cristalina. Me vio e interrumpió su cántico indescifrable. En su mirada había ansiedad y temor. Como hipnotizado comencé a bajar las escaleras mientras sentía el agua tibia, olvidándome de los costosos equipos arruinados. Solamente se escuchaba el rumor del aire en movimiento, sacudiendo la añosa arboleda. El agua me llegaba al cuello y caminé dificultosamente hasta ella, viendo sólo su rostro recortado contra el ras del agua. Sus ojos eran de un color indefinible, una mezcla de verde y azulado; sus labios estaban pálidos y trémulos y su cabellera era rubia y larga. Avancé hacia ella pero no alcancé a decir nada… di un paso más y me hundí en la oscuridad del agua cenagosa, en un declive del piletón. Recordé entonces que no sabía nadar. Ella también se sumergió conmigo y me tocó el rostro… entonces lo vi todo… esa mujer, era la esposa del médico nazi que vivió 50 años atrás en esa villa. Ella nunca se había ido… él supo que ella tenía un amante entre los peones, que la visitaba cuando él se reunía con sus amigos alemanes que construían el dique Los Quiroga. Por eso la mató con su Luger Parabellum y la enterró. Huyó esa misma noche sin dejar rastros, por lo que muchos creyeron que escapaba de los cazadores de nazis.
Todo eso entendí con el último hálito de vida, mientras me hundía en la cenagosa profundidad.
No recuerdo nada más. No sé qué misteriosa casualidad hizo que el borracho despertara, escuchara mis gritos y me rescatara del agua pútrida. Le debo la vida y algún día debería agradecérselo. Lo cierto es que fui yo quien anónimamente llamó a la policía para informar que excavaran en el fondo de la pileta y así pudieran encontrar restos óseos de una mujer muerta a balazos hace cincuenta años, noticia que causó revuelo en los diarios por algunas semanas. La causa se cerró sin que se pudiera identificar al culpable. Pero yo sé quién fue. Pero eso no me preocupa ya, porque sé que no volveré a estar solo: el fantasma de esa mujer me acompañará hasta el fin de mis días. Tan seguro estoy de eso como de que ahora mismo está aquí, a mi lado, con su gélida presencia, husmeando sin entender las palabras que escribo en la pantalla.
En ese lugar ya habíamos hecho algunas fotografías para un trabajo práctico de la universidad y debo confesar que esa casona derruida ejercía un magnetismo sobre mí desde entonces. En sueños caminaba por el interior de esa casa. Mi padre había estado allí en su juventud, porque fue compañero de un hijo de los propietarios, y me había contado que era hermosa: recordaba que me mencionó un living enorme sobre el que flotaba una araña magnífica y una enorme escalera que daba hacia los dormitorios en la planta alta.
Hoy, lejos de ese resplandor pasado, la entrada principal lucia cubierta de malezas y al abrirme paso quedé estupefacto al descubrir un borracho que dormía tirado en el suelo. Le saqué una foto y ni siquiera se mosqueó. Continué hacia la extravagante construcción, que tenía dos alas y una torre que servía de observatorio, cubiertas de musgo y de olvido. Las paredes estaban sucias con escritos y olían a orín. Avancé por las escalinatas de la entrada y adentro se abrió un enorme salón. Entonces creí oír un vals lejano, como un eco entre las paredes desnudas. “Vals triste”, de Sibelius, se me ocurrió.
Sacudí la cabeza y continué. Mis pisadas crujían en un piso cubierto de polvillo y restos putrefactos de hojas, que arrojaban al aire un aroma a muerte. Hacía mucho calor. Subí por unas escaleras y llegué a un borde donde debió derrumbarse parte del techo. Era un lugar peligroso porque cada pisada hacía vibrar la antiquísima estructura. Saqué unas fotos de la luz que entraba por las ventanas y jugaba con las penumbras. Había un baño enorme, con revestimiento lujoso y con caños de plomo que asomaban y que alguna vez terminaron en piezas de bronce, despojadas por el vandalismo. Me senté en el dintel de una ventana… extasiado por tanta belleza muerta… Recordé que en esa casa se decía que vivió un jerarca nazi, que tenía experimentos espeluznantes con animales en el sótano y se creía que se refugió en Argentina para evitar los juicios por atrocidades en los campos de concentración. Una especie de remolino interrumpió mis pensamientos al ingresar por una ventana: después de levantar una nube de polvillo me rodeó y creí escuchar el susurro de una voz. Era incomprensible lo que decía. Me causó escalofríos. Tomé la cámara como un reflejo y me preparé para lo desconocido. Me encontraba en lo que debió ser una recámara y las únicas luces que ingresaban por las ventanas develaban el polvillo en suspensión, que volvía a asentarse… en medio de un silencio sepulcral. Me quedé un rato esperando… hasta que creí ver una silueta en el umbral de la habitación… era una mujer, que desapareció escaleras abajo, como un destello blanco. La seguí sintiendo cómo temblaba el suelo bajo mis pies, en esa construcción de fines del Siglo XIX. Bajé las escaleras y creí percibir un perfume que me extasió. Salí de la casa y la arboleda se mecía por un fresco viento que hacía más agradable aquella calurosa siesta. No había signos de vida. Sólo el molino derruido crujía movido por el viento. Me senté en las escalinatas de la casa, confundido, y fue entonces cuando escuché el canto… en un idioma incomprensible. Se me puso la piel de gallina… era la voz de una mujer… tarareando una canción cuyo lengua desconocía. Tal vez un dialecto sajón, se me ocurrió. Provenía de la arboleda cercana al molino. Caminé hacia allí, siempre con la cámara preparada y vi que había una especie de piletón elevado, con sus bordes recubiertos de manchas negras de moho. Recordé las viejas leyendas, que decían que la esposa del médico que vivió en esa casona acostumbraba a bañarse desnuda en un una pileta y eso generaba el comentario escandalizado entre la puritana sociedad bandeña de mediados del Siglo XX. Subí los escalones y allí estaba ella, completamente desnuda, nadando suavemente en agua cristalina. Me vio e interrumpió su cántico indescifrable. En su mirada había ansiedad y temor. Como hipnotizado comencé a bajar las escaleras mientras sentía el agua tibia, olvidándome de los costosos equipos arruinados. Solamente se escuchaba el rumor del aire en movimiento, sacudiendo la añosa arboleda. El agua me llegaba al cuello y caminé dificultosamente hasta ella, viendo sólo su rostro recortado contra el ras del agua. Sus ojos eran de un color indefinible, una mezcla de verde y azulado; sus labios estaban pálidos y trémulos y su cabellera era rubia y larga. Avancé hacia ella pero no alcancé a decir nada… di un paso más y me hundí en la oscuridad del agua cenagosa, en un declive del piletón. Recordé entonces que no sabía nadar. Ella también se sumergió conmigo y me tocó el rostro… entonces lo vi todo… esa mujer, era la esposa del médico nazi que vivió 50 años atrás en esa villa. Ella nunca se había ido… él supo que ella tenía un amante entre los peones, que la visitaba cuando él se reunía con sus amigos alemanes que construían el dique Los Quiroga. Por eso la mató con su Luger Parabellum y la enterró. Huyó esa misma noche sin dejar rastros, por lo que muchos creyeron que escapaba de los cazadores de nazis.
Todo eso entendí con el último hálito de vida, mientras me hundía en la cenagosa profundidad.
No recuerdo nada más. No sé qué misteriosa casualidad hizo que el borracho despertara, escuchara mis gritos y me rescatara del agua pútrida. Le debo la vida y algún día debería agradecérselo. Lo cierto es que fui yo quien anónimamente llamó a la policía para informar que excavaran en el fondo de la pileta y así pudieran encontrar restos óseos de una mujer muerta a balazos hace cincuenta años, noticia que causó revuelo en los diarios por algunas semanas. La causa se cerró sin que se pudiera identificar al culpable. Pero yo sé quién fue. Pero eso no me preocupa ya, porque sé que no volveré a estar solo: el fantasma de esa mujer me acompañará hasta el fin de mis días. Tan seguro estoy de eso como de que ahora mismo está aquí, a mi lado, con su gélida presencia, husmeando sin entender las palabras que escribo en la pantalla.
domingo, 3 de enero de 2010
Noche de verano
La vi sentada en un banco de plaza, tan sola, tan quieta, apenas iluminada por luz mortecina de las farolas. Era hermosa y parecía mirar extasiada la Vía Láctea, sumida en sus pensamientos. No pude evitarlo y me senté al costado, tratando de hacer el menor ruido posible, de no turbarla. Ni siquiera me miró.
El calor era agobiante en aquella noche de verano. Se me vino a la memoria aquella canción de cuna de George Gershwin, Summertime:
“One of these mornings (una de estas mañanas)
You're going to rise up singing (vas a subir cantando)
Then you'll spread your wings (entonces abrirás tus alas)
And you'll take to the sky (y te irás al cielo)”
Soñé por un rato con la melodía de aquella melancólica canción. Ella seguía indiferente. Hierática, como si fuese una de esas estatuas vivientes. Ni siquiera percibía su respiración, pese a que los ruidos de la calle se habían aquietado a esa hora de la madrugada. Pero tampoco parecía nerviosa por mi presencia, mi invasión –si se quiere- sobre su espacio de soledad.
Por un momento imaginé que tomaba sus manos tibias y húmedas, para desanudarlas. Qué acercaba mi rostro al suyo y la miraba fijamente, tratando de desentrañar la pena que transmitía todo su cuerpo. Pero contuve el arrebato. Lo más probable era que saliera corriendo pensando que quería propasarme, y yo iría a parar de las solapas a un calabozo. Ja, ja, ja, me dirían que intenté cometer un “asalto sexual”…
Pensé en La Seducción, de Baudrillard: “nos seduce también lo que está oculto, lo que se presenta tras alguna máscara, tras un perfume o tras el maquillaje”. En este caso, me dije que su silencio y su distancia, me seducían. Su perfume, apenas perceptible, me figuraba estar parado ante un acantilado profundo y respirar el insondable aliento del océano. Sentí vértigo, y mucho.
¿Pero cómo abrir una brecha en esas murallas tan altas? La miré por el rabillo del ojo y vi que respiraba al menos, pero seguía con la mirada perdida. Sus piernas no estaba cruzadas, sus brazos tampoco, un indicio de cierta apertura según la proxemia. Solamente sus dedos estaban entrelazados.
Hablar del calor sería un recurso trillado. Preguntarle si estaba bien, tampoco me pareció demasiado original. Hablarle directamente sería algo osado.
Recordé que la última vez que había estado ante una situación similar me había hecho pasar por un turista perdido. Nada hay más frágil para una mujer que un extraño que no sabe ni dónde está parado. Eso había vencido la desconfianza con otra mujer, hace tiempo. Con una checa que empezamos insultándonos por Internet, finalmente nos encontramos en la plaza de los dos Congresos para discutir Kafka. Con otras fueron cosas casuales, incidentes que de repente ocurrieron y despertaron la necesidad de hablar: un ladronzuelo al que la policía corría o una anciana que tropezó. Siempre había resultado y habíamos acabado por irnos juntos.
Pero esta vez el tiempo pasaba y no surgía nada. Comenzaba a sentirme incómodo, a transpirar. Maquinalmente desaté el cordón que tenía en el cuello, con un crucifijo y lo apreté en mi mano. Comencé a pensar que estaba al lado de un ente… revestido de belleza exterior, pero un ente al fin. Pensé en el gorgoteo de sus vísceras, el palpitar de su ser, sin que produjeran la más mínima luz en su ánimo. Un destello siquiera. Me imaginé conocerla, tomarla de la mano y caminar, hablando y hablando yo, y ella escuchando como un autómata. Me la imaginé en la intimidad de un hotelucho, esforzándome por descubrir un rastro de vida en sus frías pupilas de muñeca. Y nada. Entonces me invadió una rabia ciega, algo que nunca me había sucedido. Pensé en gritarle que un vegetal de Neptuno tenía más vida que ella, que si la conociera su indiferencia acabaría por destruirme. Recordé entonces lo que le dijo que maestro Williams de Baskerville a su discípulo Adso, en “El nombre de la rosa”: “la mujer es más amarga que la muerte”. ¡Quise gritar! Sentía que me ahogaba. Ya estaba agitado. Entonces me levanté y la miré directamente a los ojos. Ella seguía en las nubes… pero de pronto desvió la mirada y, por primera vez se fijó en mí. Noté la sorpresa en sus ojos. Se extrajo unos auriculares que recién veía que tenía puestos y me dijo: “disculpe señor, ¿me podría decir la hora?”.
El rostro se me contrajo de furia. “No, no tengo. Pero lo que sí sé es que acabas de salvar tu vida”. Y me fui de vuelta al caserón derruido donde vivía, acompañado por ocho cadáveres silenciosos.
El calor era agobiante en aquella noche de verano. Se me vino a la memoria aquella canción de cuna de George Gershwin, Summertime:
“One of these mornings (una de estas mañanas)
You're going to rise up singing (vas a subir cantando)
Then you'll spread your wings (entonces abrirás tus alas)
And you'll take to the sky (y te irás al cielo)”
Soñé por un rato con la melodía de aquella melancólica canción. Ella seguía indiferente. Hierática, como si fuese una de esas estatuas vivientes. Ni siquiera percibía su respiración, pese a que los ruidos de la calle se habían aquietado a esa hora de la madrugada. Pero tampoco parecía nerviosa por mi presencia, mi invasión –si se quiere- sobre su espacio de soledad.
Por un momento imaginé que tomaba sus manos tibias y húmedas, para desanudarlas. Qué acercaba mi rostro al suyo y la miraba fijamente, tratando de desentrañar la pena que transmitía todo su cuerpo. Pero contuve el arrebato. Lo más probable era que saliera corriendo pensando que quería propasarme, y yo iría a parar de las solapas a un calabozo. Ja, ja, ja, me dirían que intenté cometer un “asalto sexual”…
Pensé en La Seducción, de Baudrillard: “nos seduce también lo que está oculto, lo que se presenta tras alguna máscara, tras un perfume o tras el maquillaje”. En este caso, me dije que su silencio y su distancia, me seducían. Su perfume, apenas perceptible, me figuraba estar parado ante un acantilado profundo y respirar el insondable aliento del océano. Sentí vértigo, y mucho.
¿Pero cómo abrir una brecha en esas murallas tan altas? La miré por el rabillo del ojo y vi que respiraba al menos, pero seguía con la mirada perdida. Sus piernas no estaba cruzadas, sus brazos tampoco, un indicio de cierta apertura según la proxemia. Solamente sus dedos estaban entrelazados.
Hablar del calor sería un recurso trillado. Preguntarle si estaba bien, tampoco me pareció demasiado original. Hablarle directamente sería algo osado.
Recordé que la última vez que había estado ante una situación similar me había hecho pasar por un turista perdido. Nada hay más frágil para una mujer que un extraño que no sabe ni dónde está parado. Eso había vencido la desconfianza con otra mujer, hace tiempo. Con una checa que empezamos insultándonos por Internet, finalmente nos encontramos en la plaza de los dos Congresos para discutir Kafka. Con otras fueron cosas casuales, incidentes que de repente ocurrieron y despertaron la necesidad de hablar: un ladronzuelo al que la policía corría o una anciana que tropezó. Siempre había resultado y habíamos acabado por irnos juntos.
Pero esta vez el tiempo pasaba y no surgía nada. Comenzaba a sentirme incómodo, a transpirar. Maquinalmente desaté el cordón que tenía en el cuello, con un crucifijo y lo apreté en mi mano. Comencé a pensar que estaba al lado de un ente… revestido de belleza exterior, pero un ente al fin. Pensé en el gorgoteo de sus vísceras, el palpitar de su ser, sin que produjeran la más mínima luz en su ánimo. Un destello siquiera. Me imaginé conocerla, tomarla de la mano y caminar, hablando y hablando yo, y ella escuchando como un autómata. Me la imaginé en la intimidad de un hotelucho, esforzándome por descubrir un rastro de vida en sus frías pupilas de muñeca. Y nada. Entonces me invadió una rabia ciega, algo que nunca me había sucedido. Pensé en gritarle que un vegetal de Neptuno tenía más vida que ella, que si la conociera su indiferencia acabaría por destruirme. Recordé entonces lo que le dijo que maestro Williams de Baskerville a su discípulo Adso, en “El nombre de la rosa”: “la mujer es más amarga que la muerte”. ¡Quise gritar! Sentía que me ahogaba. Ya estaba agitado. Entonces me levanté y la miré directamente a los ojos. Ella seguía en las nubes… pero de pronto desvió la mirada y, por primera vez se fijó en mí. Noté la sorpresa en sus ojos. Se extrajo unos auriculares que recién veía que tenía puestos y me dijo: “disculpe señor, ¿me podría decir la hora?”.
El rostro se me contrajo de furia. “No, no tengo. Pero lo que sí sé es que acabas de salvar tu vida”. Y me fui de vuelta al caserón derruido donde vivía, acompañado por ocho cadáveres silenciosos.
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