domingo, 27 de diciembre de 2009

Martín y el fantasma

Martín me dijo “conozco un lugar en el que espantan”, y no pude resistir la curiosidad de niño, aunque por dentro temblaba. Afuera de la casa de mi amigo había una noche oscura y fría, con un fuerte viento que traía malos presagios.
Caminamos interminables calles desiertas hasta el barrio Avenida, en La Banda.
Yo tenía 12 años y seguía a mi mejor amigo de la infancia, Martín, un constructor de diques a escala e inventor de objetos que se desplazaban con motores de juguete reciclados, con el que habíamos recorrido gran parte de la ciudad en aventuras de siesta.
Llegamos hasta una extraña construcción, como un macizo pórtico de ladrillos, de tres metros de ancho por dos y medio de altura –calculo esforzando la memoria-, que se erigía en el medio de un descampado en el que, a lo lejos, se adivinaban las luces de los ranchos. Tiempo después deduje que debía tratarse de alguna edificación del ferrocarril inglés del Siglo XIX, que quedó abandonada y luego resaltaba por su absurdo como un barco encallado en el desierto.
Martín me dijo “ahí es…”. En su casa, al abrigo del frío y mientras veíamos dibujos animados, después de una generosa merienda servida por su madre, me había contado que todo aquel que de noche pasaba por esa especie de arco era abrazado por una especie de entidad fantasmal. Me dijo que le había ocurrido a muchos que volvían en bicicleta a sus casas y que sintieron el frío de un espanto encaramándose en sus espaldas.
Frente a esa extraña construcción oscura sentí miedo. “Vamos, ¿o ahora te vas a achicar ahora?”, me desafió, con una fórmula infalible que arrastra a los niños a las peores tragedias. Estábamos a unos diez metros. Yo miraba el umbral oscuro buscando, en vano, algún indicio que me convenciera de desistir. El viento parecía más frío y siniestro, en una noche encapotada en la que no se filtraba el menor rayo de luna.
El tiempo parecía detenido. Aunque dentro mío me urgía volver a casa a tiempo para no recibir los retos de mis padres. Nos habíamos reunido en su casa, cerca de calle Alberdi, para hacer una tarea, pero ya eran cerca de las 21.00, una hora poco recomendable para un niño.
Volví a mirar la edificación rectangular y en sombras… “¡Vamos!”, le contesté, y comenzamos a caminar con decisión. Iba contando cada paso, tratando de concentrarme, de ver o escuchar algo indefinido, la presencia del fantasma arremolinándose en ese arco. Nuestras pisadas presurosas crujían en la tierra floja. Cruzamos el umbral y cerré los ojos… esperando una amenaza que llegaría desde cualquier parte…
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Cuando egresé del secundario me regalaron un libro sobre narradores de Santiago del Estero. Encontré un cuento que me resultó excepcionalmente familiar. Se llamaba “El ennancado invisible” y contaba los terrores que sufrían los jinetes de un determinado paraje al cruzar un punto del camino y ser abordados por un fantasma que encabritaba sus caballos y los obligaba a una loca carrera, mientras sentían un helado abrazo fantasmal. Me hizo acordar a la historia de Martín. Nada más que a nosotros no se nos trepó ninguna presencia fantasmal al cruzar ese portal. Lo atravesamos sin sentir el apretón helado de algún espanto. Creo que esa noche crucé la frontera de niño a adolescente.
Pero volviendo a Martín, mucho después se convirtió en un profesor de inglés y años después un amigo de él me ubicó en mi casa y me pidió que colaborara en un video que le preparaba como sorpresa para su cumpleaños. Pensé mucho y la verdad que elegí la historia del espanto. La conté ante una cámara. Su amigo pensaba sorprenderlo con un video con sus allegados y familiares, y luego llevar a cabo una fiesta. No sé qué pasó pero nunca fui invitado a ese cumpleaños. Ni siquiera sé si se hizo.
Pasaron algunos años, no muchos, cuando me enteré que Martín había fallecido. Yo lo había visto nada más que en una oportunidad, de grande, cuando estudiaba el profesorado de inglés, al coincidir en el colectivo a Santiago.
Supe que su corazón le había jugado una mala pasada. Entonces recordé cierto día en quinto grado de la Normal José B. Gorostiaga, cuando nos hicieron unos estudios de Chagas-Maza y la maestra, con la delicadeza de un elefante en un bazar, nos tranquilizó al asegurar que todos los resultados eran negativos, pero le pidió a él, solamente a él, que se quedara para charlar con ella después de hora. Estaba enfermo, seguramente infectado en uno de los tantos veranos que había pasado en el campo.
Aún lo extraño y recuerdo su risa desorbitada, llena de vida, sus ganas de conocer, de desafiar los límites, su inventiva extraordinaria.
Todavía pienso en volver a aquella extraña construcción, si es que aún existe, y desafiarme a cruzarla para saber si existe ese dichoso fantasma. Lástima que esta vez lo haré solo.

viernes, 25 de diciembre de 2009

Chau año viejo

Recuerdo de esa noche, del 31 de diciembre de 1993, que me despedí de mi familia que estaba en el patio de mi casa paterna en La Banda, preparándose para recibir el Año Nuevo, con la excusa de que debía reunirme con unos amigos y que me pasaba el último colectivo.
Llegué a la parada agitado y abordé el primer 17 que pasó. Viajaba poca gente, medio dormida, agotada después de un día de locura, agobiada por el calor, cada cual pensando con ansias en llegar a tiempo a su casa, me imagino. Pero mi destino era diferente.
Finalmente llegué a Santiago y caminé por las calles alucinado: todo el mundo estaba reunido, aguardando que expirara el año. Un año particularmente desgraciado para los santiagueños. No hacía mucho resonaban las protestas en plaza San Martín y los incendios en los principales centros de poder y las casas de los responsables del desastre. Pero claro, todo sería un fuego fatuo. En poco tiempo se reestablecerían las relaciones de dominación… pero bueno, ese es otro tema.
Las calles lucían desoladas pero festivas, con bullicios familiares, luces y música derramándose por las ventanas abiertas por el calor. Años después encontré una imagen similar en Cinema Paradiso… cierta imagen de un año nuevo en una aldehuela de la Italia oscura, donde la historia de los protagonistas transcurre en una callecita desierta, mientras el resto del poblado está ocupado festejando.
Creo que la idea fue ver de lejos las cosas, valorar los afectos a la distancia y encontrar otras historias en las calles, que siempre me había perdido con la rutina de las fiestas, que nos obliga al espíritu gregario.
Llegué a la plaza Libertad minutos antes de las 00.00 y me decidí a esperar sentado en un banco. No había un alma. No podía ir a la casa de ningún amigo e interrumpir el saludo íntimo con sus familias y tener que dar explicaciones sobre mi vagabundeo.
Mientras pensaba en eso, un policía, que estaba de guardia en la vieja jefatura, salió a la galería y miró para todos lados… no me vio porque yo estaba cubierto por las sombras de la plaza. En todas partes comenzaron a resonar fuegos artificiales, destellos, el humo acre de la pólvora lo cubrió todo… la hora había llegado, el Año Viejo expiraba y comenzaba otro, cargado de esperanzas que siempre nos ilusionan como si fuera un mecanismo mental de defensa. El policía entonces se acercó a un pesebre armado en la entrada del edificio y se arrodilló. Fui testigo de ese acto de constricción, íntimo, en el que habrá susurrado vaya a uno a saber qué promesas o habrá expurgado qué pecados… Nunca lo sabré. El ruido era infernal y sólo lo veía mover sus labios. Al cabo de unos minutos se levantó y volvió a su puesto, firme, incólume. Debo decir que me conmovió haber presenciado ese acto tan íntimo, pese a no ser creyente.
Volví a lo mío y recordé un antiquísimo ritual de prosperidad. Comer doce pasas de uva a medianoche… pero no tenía ninguna… pensé y me decidí a dar doce pitadas a un cigarrillo.
Mientras exhalaba el humo pasó un grupo de mendigos… revolviendo la basura, en busca de algo para comer, ajenos al bullicio y la música que bajaba desde los edificios. Un contraste con las mesas generosas que se adivinaban en las casas del centro.
Luego me encaminé a lo de un amigo, a pocas cuadras de allí. Me cansé de golpear, hasta que me atendió. Adentro, su madre lloraba y me abrazó emocionada, con la tristeza que carga desde que enviudó. Me saludaron una tía y la hermana de mi amigo, ataviada para huir rumbo a alguna fiesta en cualquier momento. Un tío algo loco estaba encerrado en su habitación, emborrachándose. Era el mismo que cuando nos juntábamos a estudiar colocaba un vaso de vidrio boca abajo en un enorme mesón, que ya tenía marcada la redondela y siempre oíamos a mi amigo advertir a los recién llegados que no se les ocurriera tocarlo, porque desatarían la furia de su tío.
Charlamos un rato. Yo estaba dolido por un amor perdido y que el tiempo sepultó, con su cura inexorable. Nos despedimos: él salía con otros amigos.
Yo me separé y me fui pensando en tantas sensaciones juntas, hacia la pensión de “Doña Teta”. Nombre sonoro y extraído de un personaje de la revista Fierro –según se me ilustró- para una madrasa de calle Buenos Aires que recibía a sus hijos y los amigos de sus hijos en su vieja casona convertida en albergue. Había lugar para todos, claro. En un patio cubierto por parras me encontré con un montón de gente, perdedores como yo, que por un rato intentaban superar el ahogo con charlas de filosofía, política, cine y lo-que-viniera-en gana-hablar, acompañados por música y bebidas. Me sumé a ellos y me olvide de mí por un rato. Hasta el día de hoy no puedo recordar cómo hice para regresar a casa.

Palabras vanas

A veces una palabra me asalta y durante días, semanas enteras, da vueltas en mi cabeza. No sé cómo explicarlo. Sólo puedo decir que está allí, presente en cualquier momento y que me domina, no puedo olvidarla: retumba en mi cerebro todo el tiempo, hasta que lentamente se olvida. Puede ser cualquier palabra. Pero diría que hay algunas constantes: se trata de términos exóticos, coloridos y en algunas ocasiones hasta nombres… de personas, de lugares… ¿Quién me habrá impuesto esta carga que tortura mi mente? Sí, ya sé, es cosa mía nomás.
Decía que me asaltaban en los momentos más insólitos. Es así. “Averroes” puede sorprenderme mientras me ducho y recordarme a Juan de Arco, en una de sus batallas memorables. “Extrusión” a la hora de la oración me retrotrae a los “Versos Satánicos” de Salman Rushdie. “Rocambolesco”, mientras hago el amor, me recuerda las hazañas del héroe del folletín francés. “Retruécanos” y “Carámbanos”, al amanecer, mientras busco afanosamente el despertador para apagarlo y ganar unos minutos más de sueño, me rememoran aquellas figuras extravagantes de nuestra lengua. “Mort Cinder” le susurré alguna vez a una jauría de callejeros para me dejara en paz, pero parece que no conocían al personaje de Oesterheld y me desgarraron las ropas a tarascones. “Urriolabeitía” también me persiguió por un tiempo, lo que me lleva a concluir que los apellidos vascos mantienen ocupado mi cerebro. “Behaviorismo”, no sé durante cuánto resonó en mis neuronas. “Agamenón”; “trashumante”; “Eurípides”; “Casiopea”; “urbi et orbi”; “Nostromo”; “dentibus albis”; “veritas veritatis”; “Netanyahu”, y cuántas otras palabras son objeto de tormento. También las hay en otros idiomas (aparte de los clásicos). “Oblivion”, “Pussicats”, “Avalon”, “verba vana”…
En ciertos momentos me parecen piedras preciosas del léxico, con las que juego tanteando su valor en onzas. Pero en otros las tengo como un castigo, una repetición involuntaria que me tortura. ¡No puedo olvidarlas! Me siento como “Funes, el memorioso” de Borges, aquel personaje de memoria prodigiosa que acumulaba cada momento vivido, cada palabra dicha, cada sensación, cada lugar conocido, cada sabor degustado con precisión de un ordenador. ¡Tanta memoria que lo lleva a la locura!
Cuando me dejo ganar por un aire racional, argumento que en realidad la parte cognitiva de mi cerebro lo que hace es macerar lentamente esas palabras, repitiéndolas, digiriéndolas lentamente. Aunque el término más adecuado parece ser rumiarlas. Lo único que me devuelve la cordura es que, pasado un tiempo, me olvido de ellas, desaparecen. Tal es así que ahora me cuesta enumerarlas. Otras veces debo lamentar el olvido fatal de palabras, nombres, lugares, hechos, como un agujero negro que se devora mi memoria léxica. De vez en cuando, después de un rato vuelven a mí, pero casi siempre naufragan inexorablemente en el olvido.
Cuando las palabras me flagelan sin poder sacarlas de mi cabeza, o cuando las olvido definitivamente, me suena a tragedia. Siento una amargura, ya sea porque no las puedo olvidar, o porque ya las olvidé. ¡Extraña condena! Cuando eso ocurre, miró con ansiedad la ventana de mi departamento, en el séptimo piso de este edificio. Miro a través de ella y me invade la palabra “acrofobia”, el temor a las alturas, o más bien “vértigo”. El vacío me atrae. Pero me alejo de la ventana y me tranquilizo… y vuelvo a sentarme frente a la computadora para seguir olvidando el futuro.

A modo de presentación (qué se yo)

Bueno, soy nuevo aquí. Me decidí a crear este espacio como un lugar en donde sublimar las voces que de vez en cuando me siguen y me rondan. No soy escritor, sólo un periodista al que desde hace años ha perseguido la idea de contar muchas experiencias autobiográficas, detalles y sensaciones que se pierden en la rutina de producción noticiosa. Historias detrás de la noticia, relatos, reflexiones, que no tienen cabida en los formatos del periodismo convencional. Creo que, más que nada, la idea es una bitácora, un registro del capitán de un navio que asienta los sucesos de su derrotero. No tengo pretenciones literarias. Espero que lo disfruten.