Recuerdo de esa noche, del 31 de diciembre de 1993, que me despedí de mi familia que estaba en el patio de mi casa paterna en La Banda, preparándose para recibir el Año Nuevo, con la excusa de que debía reunirme con unos amigos y que me pasaba el último colectivo.
Llegué a la parada agitado y abordé el primer 17 que pasó. Viajaba poca gente, medio dormida, agotada después de un día de locura, agobiada por el calor, cada cual pensando con ansias en llegar a tiempo a su casa, me imagino. Pero mi destino era diferente.
Finalmente llegué a Santiago y caminé por las calles alucinado: todo el mundo estaba reunido, aguardando que expirara el año. Un año particularmente desgraciado para los santiagueños. No hacía mucho resonaban las protestas en plaza San Martín y los incendios en los principales centros de poder y las casas de los responsables del desastre. Pero claro, todo sería un fuego fatuo. En poco tiempo se reestablecerían las relaciones de dominación… pero bueno, ese es otro tema.
Las calles lucían desoladas pero festivas, con bullicios familiares, luces y música derramándose por las ventanas abiertas por el calor. Años después encontré una imagen similar en Cinema Paradiso… cierta imagen de un año nuevo en una aldehuela de la Italia oscura, donde la historia de los protagonistas transcurre en una callecita desierta, mientras el resto del poblado está ocupado festejando.
Creo que la idea fue ver de lejos las cosas, valorar los afectos a la distancia y encontrar otras historias en las calles, que siempre me había perdido con la rutina de las fiestas, que nos obliga al espíritu gregario.
Llegué a la plaza Libertad minutos antes de las 00.00 y me decidí a esperar sentado en un banco. No había un alma. No podía ir a la casa de ningún amigo e interrumpir el saludo íntimo con sus familias y tener que dar explicaciones sobre mi vagabundeo.
Mientras pensaba en eso, un policía, que estaba de guardia en la vieja jefatura, salió a la galería y miró para todos lados… no me vio porque yo estaba cubierto por las sombras de la plaza. En todas partes comenzaron a resonar fuegos artificiales, destellos, el humo acre de la pólvora lo cubrió todo… la hora había llegado, el Año Viejo expiraba y comenzaba otro, cargado de esperanzas que siempre nos ilusionan como si fuera un mecanismo mental de defensa. El policía entonces se acercó a un pesebre armado en la entrada del edificio y se arrodilló. Fui testigo de ese acto de constricción, íntimo, en el que habrá susurrado vaya a uno a saber qué promesas o habrá expurgado qué pecados… Nunca lo sabré. El ruido era infernal y sólo lo veía mover sus labios. Al cabo de unos minutos se levantó y volvió a su puesto, firme, incólume. Debo decir que me conmovió haber presenciado ese acto tan íntimo, pese a no ser creyente.
Volví a lo mío y recordé un antiquísimo ritual de prosperidad. Comer doce pasas de uva a medianoche… pero no tenía ninguna… pensé y me decidí a dar doce pitadas a un cigarrillo.
Mientras exhalaba el humo pasó un grupo de mendigos… revolviendo la basura, en busca de algo para comer, ajenos al bullicio y la música que bajaba desde los edificios. Un contraste con las mesas generosas que se adivinaban en las casas del centro.
Luego me encaminé a lo de un amigo, a pocas cuadras de allí. Me cansé de golpear, hasta que me atendió. Adentro, su madre lloraba y me abrazó emocionada, con la tristeza que carga desde que enviudó. Me saludaron una tía y la hermana de mi amigo, ataviada para huir rumbo a alguna fiesta en cualquier momento. Un tío algo loco estaba encerrado en su habitación, emborrachándose. Era el mismo que cuando nos juntábamos a estudiar colocaba un vaso de vidrio boca abajo en un enorme mesón, que ya tenía marcada la redondela y siempre oíamos a mi amigo advertir a los recién llegados que no se les ocurriera tocarlo, porque desatarían la furia de su tío.
Charlamos un rato. Yo estaba dolido por un amor perdido y que el tiempo sepultó, con su cura inexorable. Nos despedimos: él salía con otros amigos.
Yo me separé y me fui pensando en tantas sensaciones juntas, hacia la pensión de “Doña Teta”. Nombre sonoro y extraído de un personaje de la revista Fierro –según se me ilustró- para una madrasa de calle Buenos Aires que recibía a sus hijos y los amigos de sus hijos en su vieja casona convertida en albergue. Había lugar para todos, claro. En un patio cubierto por parras me encontré con un montón de gente, perdedores como yo, que por un rato intentaban superar el ahogo con charlas de filosofía, política, cine y lo-que-viniera-en gana-hablar, acompañados por música y bebidas. Me sumé a ellos y me olvide de mí por un rato. Hasta el día de hoy no puedo recordar cómo hice para regresar a casa.
Se me puso la piel de gallina leyendo esto.
ResponderEliminarMuy bueno.