Martín me dijo “conozco un lugar en el que espantan”, y no pude resistir la curiosidad de niño, aunque por dentro temblaba. Afuera de la casa de mi amigo había una noche oscura y fría, con un fuerte viento que traía malos presagios.
Caminamos interminables calles desiertas hasta el barrio Avenida, en La Banda.
Yo tenía 12 años y seguía a mi mejor amigo de la infancia, Martín, un constructor de diques a escala e inventor de objetos que se desplazaban con motores de juguete reciclados, con el que habíamos recorrido gran parte de la ciudad en aventuras de siesta.
Llegamos hasta una extraña construcción, como un macizo pórtico de ladrillos, de tres metros de ancho por dos y medio de altura –calculo esforzando la memoria-, que se erigía en el medio de un descampado en el que, a lo lejos, se adivinaban las luces de los ranchos. Tiempo después deduje que debía tratarse de alguna edificación del ferrocarril inglés del Siglo XIX, que quedó abandonada y luego resaltaba por su absurdo como un barco encallado en el desierto.
Martín me dijo “ahí es…”. En su casa, al abrigo del frío y mientras veíamos dibujos animados, después de una generosa merienda servida por su madre, me había contado que todo aquel que de noche pasaba por esa especie de arco era abrazado por una especie de entidad fantasmal. Me dijo que le había ocurrido a muchos que volvían en bicicleta a sus casas y que sintieron el frío de un espanto encaramándose en sus espaldas.
Frente a esa extraña construcción oscura sentí miedo. “Vamos, ¿o ahora te vas a achicar ahora?”, me desafió, con una fórmula infalible que arrastra a los niños a las peores tragedias. Estábamos a unos diez metros. Yo miraba el umbral oscuro buscando, en vano, algún indicio que me convenciera de desistir. El viento parecía más frío y siniestro, en una noche encapotada en la que no se filtraba el menor rayo de luna.
El tiempo parecía detenido. Aunque dentro mío me urgía volver a casa a tiempo para no recibir los retos de mis padres. Nos habíamos reunido en su casa, cerca de calle Alberdi, para hacer una tarea, pero ya eran cerca de las 21.00, una hora poco recomendable para un niño.
Volví a mirar la edificación rectangular y en sombras… “¡Vamos!”, le contesté, y comenzamos a caminar con decisión. Iba contando cada paso, tratando de concentrarme, de ver o escuchar algo indefinido, la presencia del fantasma arremolinándose en ese arco. Nuestras pisadas presurosas crujían en la tierra floja. Cruzamos el umbral y cerré los ojos… esperando una amenaza que llegaría desde cualquier parte…
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Cuando egresé del secundario me regalaron un libro sobre narradores de Santiago del Estero. Encontré un cuento que me resultó excepcionalmente familiar. Se llamaba “El ennancado invisible” y contaba los terrores que sufrían los jinetes de un determinado paraje al cruzar un punto del camino y ser abordados por un fantasma que encabritaba sus caballos y los obligaba a una loca carrera, mientras sentían un helado abrazo fantasmal. Me hizo acordar a la historia de Martín. Nada más que a nosotros no se nos trepó ninguna presencia fantasmal al cruzar ese portal. Lo atravesamos sin sentir el apretón helado de algún espanto. Creo que esa noche crucé la frontera de niño a adolescente.
Pero volviendo a Martín, mucho después se convirtió en un profesor de inglés y años después un amigo de él me ubicó en mi casa y me pidió que colaborara en un video que le preparaba como sorpresa para su cumpleaños. Pensé mucho y la verdad que elegí la historia del espanto. La conté ante una cámara. Su amigo pensaba sorprenderlo con un video con sus allegados y familiares, y luego llevar a cabo una fiesta. No sé qué pasó pero nunca fui invitado a ese cumpleaños. Ni siquiera sé si se hizo.
Pasaron algunos años, no muchos, cuando me enteré que Martín había fallecido. Yo lo había visto nada más que en una oportunidad, de grande, cuando estudiaba el profesorado de inglés, al coincidir en el colectivo a Santiago.
Supe que su corazón le había jugado una mala pasada. Entonces recordé cierto día en quinto grado de la Normal José B. Gorostiaga, cuando nos hicieron unos estudios de Chagas-Maza y la maestra, con la delicadeza de un elefante en un bazar, nos tranquilizó al asegurar que todos los resultados eran negativos, pero le pidió a él, solamente a él, que se quedara para charlar con ella después de hora. Estaba enfermo, seguramente infectado en uno de los tantos veranos que había pasado en el campo.
Aún lo extraño y recuerdo su risa desorbitada, llena de vida, sus ganas de conocer, de desafiar los límites, su inventiva extraordinaria.
Todavía pienso en volver a aquella extraña construcción, si es que aún existe, y desafiarme a cruzarla para saber si existe ese dichoso fantasma. Lástima que esta vez lo haré solo.
Que gran idea fue que hicieras este blog, Eduardo.
ResponderEliminarEstoy realmente encantada.
Muy, pero MUY bueno.
Sos un grande.
Espero más...
Muy lindo Edu.
ResponderEliminarEstremecedor...
Más!
Saludos y GRACIAS por ésto que nos regalas.
Se van agregando más seguidoreS! DE PELOS!
ResponderEliminarBravo, bravo!
Éxitossss!
"Con la delicadeza de un elefante en un bazar"
ResponderEliminar(Me encantó)
Es muy bueno escribiendo.
¡Feliz año nuevo, saludos!
Lucky.